A eso de la medianoche mi corazón dejó de pertenecerte. La fatalidad propicia que siga enamorada de ti, pero ya no soy tuya. He conocido a otro, a otros. Y en el doloroso vacío de mi interior me siento escindida, a la deriva. Debes saber que tampoco eres ahora el dueño de mis ojos, riñones, hígado o intestinos. Ni siquiera yo lo soy. A decir verdad, inexplicablemente, le he perdido la pista a la mayoría de mis órganos internos.
Autor: Carlos
1.132 – De nuevo…
En cuanto acaba el libro y lo cierra ya lo ha olvidado por completo. De modo que observa un instante la cubierta, con curiosidad, y acto seguido busca la primera página y empieza a leerlo.
Quin Monzó
http://nalocos.blogspot.com.es/2010/05/el-microiman-de-monzo.html
1.131 – Mirando enfermedades
En el Diccionario de Agronomía y Veterinaria había ilustraciones y muchas fotos. Una extraña tumoración nudosa deformaba la articulación de una rama.
-¿Esto qué es? -preguntaba yo, la niña.
-Es una enfermedad de los árboles -me decía papá.
-¿Esto qué es? -preguntaba yo, señalando, en la foto, el sexo de un toro.
-Es una enfermedad de las vacas -me decía papá.
Era lindo mirar enfermedades con mi papá. Como sabía que me estaba mintiendo, observaba con asombro y regocijo los desmesurados genitales que crecían deformes en los árboles machos.
Ana María Shua
1.130 – Ángulos del amor posible
1.129 – La prudencia en la mujer
Requerida de amores al mismo tiempo por un pastor y por el rey Salomón, la Sulamita no duda. Alguna tonta, borracha de romanticismo, elegiría al pastor, con lo que, al cabo de la luna de miel, empezaría a soñar con las riquezas y los palacios del rey Salomón y ese sueño le estropearía su vida junto al pastor. La Sulamita opta por Salomón y después, cuando sueñe con el pastor, sus sueños de contigo pan y cebolla la enaltecerán ante sus propios ojos.
Marco Denevi
1.128 – La mujer elefante
Se enamoró de mi oreja izquierda. Al principio no advertí nada extraño, singular. Sí, es cierto; alguna vez le sorprendí mirándola, absorto, pero nunca le di excesiva importancia. Fue más tarde cuando descubrí su inusitado fervor por ese apéndice aéreo y cartilaginoso de mi anatomía. Sólo ante ella – orejita mía le decía – exhibía su porte casual, su estilo desenfadado, su verbo gentil. Ella, ufana, se dejaba querer. Ajena a mí, y a cualquier admonición. Incluso, por las noches, esperaba que yo me durmiera para acurrucarse desnuda junto a su boca. Ayer me la corté. La derecha, claro.
Agustín Martinez Valderrama
http://acusmartvald.blogspot.com/2012/02/la-mujer-elefante.html
1.127 – Efeméride
Hoy celebró el vigésimo aniversario de su incorporación a la empresa. Le corresponden, por ello, dos pagas extraordinarias y una insignia de plata que le entregarán los jefes, en cuanto dispongan de un hueco en su agenda para invitarle a una comida informal.
Ciñéndose a la tradición establecida, al final de la jornada invitó a sus compañeros de la oficina con pasteles y el mejor cava que logró encontrar en el supermercado del barrio.
Aunque el brindis se prolongó más de lo habitual, no se distrajo de su rutina diaria y antes de marcharse, como cada tarde, añadió una nueva razón a la carta de dimisión que, con incuria poética, escribe desde hace diecinueve años y trescientos sesenta y cuatro días.
Pedro Sánchez Negreira
1.126 – El escapista
Un mago no debería revelar sus trucos, pero te diré que no es tan difícil hacer surgir panes de un cesto si éste dispone de doble fondo, y que unos simples tablones, convenientemente situados bajo el agua, bastan para hacer creer a cualquier iluso que es posible caminar sobre la superficie de un lago. En cuanto a aquel hombre cuyos ojos sané, jamás en su miserable vida había estado ciego: se llamaba Hulellah y obtuvo una buena recompensa a cambio de hacer su papel… Ahora, escúchame bien: los soldados no van a clavarme al madero; en realidad, me amarrarán las muñecas con tendones de cerdo y untarán mis brazos con la sangre de algún animal: les he pagado veinte denarios a cada uno por participar en el engaño. Previamente, tú deberás haber depositado agua y víveres en el interior del sepulcro. Luego, una vez que me hayan dejado allí, harás rodar la piedra que cubre la entrada para que pueda escapar. Procura que nadie te vea. Y recuerda esto, José de Arimatea: deberás hacerlo antes del tercer día.
1.125 – La cabeza del perro
1.124 – Argentina, invierno de 1976
El teléfono sonó: corté enseguida. Como pude, me arrastré hasta el sótano. Sentado como un feto, me acalambré durante horas. Primero fue el silencio de tierra, raíces y gusanos. Después, lejanos, la frenada, los portazos, los gritos, los vidrios rotos. Y una ráfaga de tiros. Y nada más.
Cuando levanté la tapa de madera, no supe a quién agradecer el seguir vivo: por esos tiempos, por estos lados, Dios no existía.