El hombre luce una inquietante sonrisa. Esta desaparece cuando alguien le lanza una moneda. Entonces desenfunda su revólver y dispara. Después saluda con el sombrero y vuelve a quedarse inmóvil. Reanudo mi paseo y descubro un duendecillo verde que salta y hace piruetas en el aire. Más abajo un arlequín baila, una bruja vuela montada en su escoba y un espantapájaros ahuyenta las palomas. Al final de la rambla, una mujer duerme en un banco. Un perro merodea a sus pies. Me acerco y le tiro una moneda. El perro ladra, la mujer entreabre un ojo y me mira. «Gracias», susurra. Luego vuelve a quedarse dormida.
Categoría: Agustín Martínez Valderrama
2.193 – Estética
Existe cierto dilema entre arrojar a un niño o a un viejo desde un séptimo piso. Dejando a un lado meras consideraciones éticas (que si uno tiene toda la vida por delante, que si otro por detrás…) la duda reside en la estética del vuelo. El niño, por naturaleza, se precipitará con gracia, cierta ingenuidad y hasta incluso alegría, ejecutando durante la vertical multitud de figuras y acrobacias de indescriptible belleza. Asimismo, el viejo, prescindiendo de florituras, realizará un ejercicio impecable, sobrio: un clavado sin tirabuzón. Sin duda, ambos recibirán los vítores de más estrépito, las puntuaciones más altas. Todo lo contrario —aquí no hay dilema alguno— que el individuo de mediana edad. Y su caer triste, atolondrado, de aspavientos y hormigas muertas.
Agustín Martínez Valderrama
Sentido sin Alguno, Talentura 2012
1.656 – Flechazo
1.655 – Tardes de estío
Sucede en esas tardes afables, discretas. En esas tardes afables y discretas que tiene el estío, y que auspician que dos hombres se sienten en un mismo banco, bajo un fresno, un roble, o un sauce llorón, donde además canta diáfano el mirlo, la alondra, el petirrojo, no sabría decir.
Sucede, digo, que los dos hombres – pongamos Juan, pongamos Luis – se sientan; y al sol conversan acerca de sus cosas, de sus vidas, a saber. Así hasta que las nubes tiznan el cielo, y a lo lejos esplende un relámpago azul.
Sucede, insisto, que ni éste desvela a Juan y a Luis – o como quiera que se llamen – que no suelen advertir que en una de esas murieron. Así, ambos volverán a encontrarse mañana en otra tarde afable, discreta, de esas que tiene el estío, y que suelen ser siempre distintas, efímeras, luminosas.
Agustín Martínez Valderrama
1.644 – La fábula de un feo
Se despertó y aseguró que ya no era un hombre, sino una nevera.
No es fácil, no, de un día para otro, y para unos padres de mediana edad y talento, hacerse a la idea, advertir, que un hijo, su hijo, por muy feo que sea, ya no es un hijo, su hijo, sino que es, en su fábula, un electrodoméstico de cocina.
No es fácil, no.
A pesar de que éste se despierte y lo diga así, de seguido.
Todavía feo, sí, pero con tal convencimiento y afán que nadie en la casa osa llevarle la contraria.
En la casa y alrededores.
Nadie.
Y eso a pesar de la falta más que evidente de display: accesorio propio, indiscutible, en la fisonomía de cualquier nevera moderna, más allá de gamas y modelos. Y más allá, también, de la supuesta existencia o no -aunque esto ya serían conjeturas a falta de lo que dictaminase la autopsia- de compartimentos interiores, cajón de zona cero o huevera para los huevos.
Pero tal era la certeza del feo, su persistencia.
Incluso, por un instante, se escucha el ruido del compresor.
Prrp, prrp, prrp.
O algo así.
Serían sus tripas, ¿no?
Puta fábula.
Que en fin, que qué se le va a hacer.
Pues nada, seguir.
¿Y luego?
Tirar la vieja, enchufar al feo a la corriente, pegarle un imán, dos.
Agustín Martínez Valderrama
1.399 – Jean-Louis… ¿Cifec?
El asesinato de Jean-Louis Cifec seguía siendo un gran enigma sin resolver. Un caso insólito, con un sinfín de interrogantes y dudas. La principal: ¿Quién lo mató? Pues no existía uno, ni dos, sino cientos de autores confesos; cada uno con su propia versión, su arma homicida, su modus operandi. No obstante, el cuerpo seguía sin aparecer y, tras un plazo prudencial, el juez archivó el caso. Pero para un detective como yo éste podría suponer, al fin, la gloria. Así que me afané en hallar el cadáver, esclarecer el crimen y señalar al verdadero culpable. Huelga decir que me equivoqué. Pues no sólo encontré a uno, a dos, sino a cientos de Jean-Louis Cifec´s. Todos ocultos en distintos lugares de la ciudad. El último ayer, en mi nevera.
Agustín Martínez Valderrama
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1.128 – La mujer elefante
Se enamoró de mi oreja izquierda. Al principio no advertí nada extraño, singular. Sí, es cierto; alguna vez le sorprendí mirándola, absorto, pero nunca le di excesiva importancia. Fue más tarde cuando descubrí su inusitado fervor por ese apéndice aéreo y cartilaginoso de mi anatomía. Sólo ante ella – orejita mía le decía – exhibía su porte casual, su estilo desenfadado, su verbo gentil. Ella, ufana, se dejaba querer. Ajena a mí, y a cualquier admonición. Incluso, por las noches, esperaba que yo me durmiera para acurrucarse desnuda junto a su boca. Ayer me la corté. La derecha, claro.
Agustín Martinez Valderrama
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1.045 – El hombre elefante
Me corté una oreja y salí de casa. En el ascensor coincidí con mi vecino y me preguntó qué había ocurrido. Le dije que fue un accidente, esquiando. El tipo del quiosco también se fijó. A él le expliqué lo del atraco a punta de navaja. Luego, en la cafetería, el camarero insistió. Se me cayó, respondí sin más. Al llegar a la oficina confesé que sufría un tumor maligno. Funcionó. Hasta ella dijo que lo sentía y me besó en la mejilla. Tenía una voz bonita, olía bien y era más guapa aún de cerca. Unos días después todo volvió a ser como antes. Ayer me corté la otra.
Agustín Martínez Valderrama
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1.005 – Carne rebozada
La cena se enfriaba en la mesa y nuestro vecino seguía igual. Desnudo, subido en una silla y con una soga al cuello. A veces, bajaba y deambulaba cabizbajo por la habitación. De aquí para allá. De allá para aquí. Luego volvía a subirse, se anudaba la cuerda y colocaba los pies en el filo. Así llevaba toda la tarde. Nosotros, desde la ventana, lo observábamos expectantes. Papá decía que sí. Mamá decía que no. Pero el hombre, que si sí, que si no, no se decidía nunca. Al final, corrimos las cortinas y nos sentamos a la mesa. La carne rebozada fría no vale nada.