Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y las mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor,quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos ( por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir, con las adecuadas.
Así, cada vez que ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.
Y si ángel, para abrir el fuego dice : «semilla», Ángela, para atizarlo responde: «surco». Él dice «alud», y ella, tiernamente: «abismo».
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Ángel dice : «madero». Y Ángela: «caverna».
Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
Él dice «manantial». Y ella «cuenca».
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
Ángel dice: «estoque», y Ángela, radiante: «herida». Él dice: «tañido», y ella: «rebato».
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y los nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
Categoría: Mario Benedetti
1.183 – Traducciones
Siempre le pasaba lo mismo. Cuando alguien traducía uno de sus poemas a una lengua extranjera (al menos, de las que él conocía), sus propios versos le sonaban mejor que en el original. Por eso no le sorprendió que la versión francesa de su poema «El tiempo y la campana» le pareciera estupenda, grácil, sustanciosa.
Dos años más tarde, un traductor italiano, que no sabía español, tradujo aquella versión francesa, y aunque él nunca había sido partidario de las versiones indirectas (no olvidaba, sin embargo, que muchos años atrás había conocido a través de ellas a Tolstoy, Dostoievsky y también a Confucio), disfrutó grandemente de su poema «in italico modo».
Transcurrieron otros tres años y un traductor inglés, que, como la mayoría de los traductores ingleses, no sabía español, se basó en la versión italiana, basada a su vez en la versión francesa. Pese a tan lejano origen, fue la que mayor placer le produjo al primigenio autor hispanoparlante. Sólo le asombró un poco (en realidad, lo atribuyó a una errata de tantas) que esta nueva versión indirecta se titulara «Burnt Norton» y que el nombre del presunto autor fuera un tal T. S. Eliot. Sin embargo, le gustó tanto que decidió encargarse personalmente de traducirla al español.
Mario Benedetti
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Edición de David LAgmanovich. Ed MenosCuarto – 2005
El otro yo
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo ante sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Éste no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora sí podría ser íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.