La ciudad, con esa lividez de los lugares sombríos y helados, refleja el color gris oscuro del cielo. El frío se remansa en este hotel donde predomina el mármol. Atardecía, salí a dar un paseo por esas calles desconocidas, y tuve los encuentros que tanto me han conmovido. Primero, el hombre de pelo y bigote blancos, con gabardina de corte arcaico, que ascendía por la rampa de un garaje. Era igual que el pobre Efrén, podía ser el mismo Efrén, estuve a punto de exclamar ¡Efrén!, si no hubiese acompañado su sepelio hace apenas un mes. Luego, junto a un parque, la figura de una vieja sentada, inmóvil, hizo que me estremeciese otra vez, pues en su actitud, en la manera de cruzar sus manos, ofrecía la estampa de mi tía Lola, y cuando estuve junto a ella su rostro me presentó la imagen exacta de la fallecida. Este segundo encuentro me desazonó mucho, pero todavía debía cruzarme con un hombre calvo, de grandes gafas, pajarita, andares lentos, que me devolvió la figura y el rostro del difunto Melquíades. Regresé a este hotel decorado con austeridad que parece inhumana. No he querido cenar y escribo estas notas en mi diario mientras la oscuridad iguala ya cielo y tierra y las luces de los edificios tienen un aire mortecino, a la medida de mi melancolía.
Categoría: José María Merino
3.550 – El despistado (uno)
El avión ha aterrizado, han parado los motores, ya se apagó la señal que obligaba a usar el cinturón. Sin embargo, nadie se levanta. No comprendo cómo los demás no tienen ganas de abandonar este sitio después de haber experimentado el horroroso vuelo, los ruidos extraños, la explosión, el humo espeso, el terrible zarandeo. Me levanto yo, abro el maletero, saco mi cartera, mi abrigo. Acabo de descubrir que todos me están mirando. De repente me señalan y se echan a reír con una carcajada extraña, una carcajada que parece llena de dolor, y aquí estoy yo con la cartera en una mano y el abrigo en la otra, sin enterarme de lo que sucede.
José Mariá Merino
Más por menos. Sial Ediciones.2011
3.539 – Un regreso
Aquel viajero regresó a su ciudad natal, veinte años después de haberla dejado, y descubrió con disgusto mucho descuido en las calles y ruina en los edificios. Pero lo que le desconcertó hasta hacerle sentir una intuición temerosa, fue que habían desaparecido los antiguos monumentos que la caracterizaban. No dijo nada hasta que todos estuvieron reunidos a su alrededor, en el almuerzo de bienvenida. A los postres, el viajero preguntó qué había sucedido con la Catedral, con la Colegiata, con el Convento. Entonces todos guardaron silencio y le miraron con el gesto de quienes no comprenden. Y él supo que no había regresado a su ciudad, que ya nunca podría regresar.
José Mariá Merino
Más por menos. Sial Ediciones.2011
2.998 – Vivienda inhabitable
El tirano Gerión, para mostrar a sus miserables súbditos su desprecio por ellos y la grandeza de su poder, ordenó construir la mayor vivienda inhabitable del mundo, un edificio gigantesco, de ciento trece pisos contrahechos, centenares de escaleras que no conducían sino al vacío, miles de habitaciones desprovistas de suelo y de pasillos que enlazaban paredes sin salida, innumerables ventanas ciegas. Cuando Hércules derrotó a Gerión, en vez de matarlo lo condenó a vivir en aquel lugar inhabitable hasta el final de sus días. Se dice que el tirano enloqueció muy pronto y que acabó suicidándose. Pero también se dice que verse recluido en aquel lugar le hizo considerar lo descomunal de su caprichosa soberbia, y que murió arrepentido. El caso es que, desaparecido el tirano, con el paso de los años las gentes sin hogar fueron desmantelando el edificio para aprovechar sus elementos arquitectónicos, las piedras de los muros, las columnas de los pórticos, los peldaños de las escaleras, los dinteles de las puertas y las ventanas. Así, la vivienda inhabitable suministró material para la construcción de infinidad de modestos cobijos, y cuando la memoria de Gerión y de su tiranía se habían perdido, las mujeres parían al resguardo de las habitaciones levantadas con los restos de aquel edificio infame cuya existencia ya nadie conocía.
José María Merino
Después de Troya. Ed. Menoscuarto – 2015
2.984 – Ni colorín ni colorado
Cenicienta, que no era rencorosa, perdonó a la madrastra y a sus dos hijas y comenzó a recibirlas en Palacio. Las jóvenes no eran demasiado agraciadas, pero empezaron a tener mucha familiaridad con el príncipe, y pronto los tres se hacían bromas, jugueteaban. A partir de unos días de verano especialmente favorables al marasmo, ambas hermanas tenían con el príncipe una intimidad que despertaba murmuraciones entre la servidumbre. El otoño siguiente, la madrastra y sus hijas ya se habían instalado en Palacio. La madrastra acabó ejerciendo una dirección despótica de los asuntos domésticos. Tres años más tarde, la princesa Cenicienta hizo público su malestar y su propósito de divorciarse, lo que acarreó graves consecuencias políticas. Cuando le cortaron la cabeza al príncipe, Cenicienta hacía ya tiempo que vivía con su madrina, retirada en el País de las Maravillas.
José María Merino
Ciempiés. Los microrelatos de quimera. Ed. Montesinos
2.966 – Agujero negro
El hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por las olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su tapón. Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el genio cautivo, los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una violentísima inhalación que aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa, las montañas, los pueblos, el mar, los veleros, las islas, el cielo, las nubes, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, las galaxias. En pocos instantes, el universo entero ha quedado encerrado dentro de la botella. El movimiento ha sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la mano y han quedado descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno los folios, empiezo a escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa solitaria.
José María Merino
La glorieta de los fugitivos. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).
1.996 – Terapia
«Un pequeño huerto, cavar la tierra, abonarla, plantar, regar, recoger la cosecha. Esos ejercicios serían también muy beneficiosos para usted», le aconsejó el doctor mientras le entregaba el tratamiento contra el estrés.
El primer año comió unos tomates deliciosos. El segundo año se pasaba las jornadas de la bolsa recordando sus tareas dominicales, las plantas de fresas, los calabacines en flor, las lombardas, según la estación.
Pero un domingo de abril se quedó quieto, y luego se sentó entre los surcos. El lunes ya había arraigado. Produce pimientos en el brazo izquierdo y berenjenas en el derecho. No necesita mucho riego.
José María Merino
Por favor, sea breve. Ed. Páginas de espuma. 2001
1.497 – De fácil acceso
Estuvo trabajando quince días en Madrid, y a lo largo de sus investigaciones localizó en la Biblioteca Nacional tres asuntos que podían servirle para su tesis: una leyenda piadosa morisca, un cuento maravilloso sefardí y una historia simbólica gitana. En los tres era una mujer la protagonista, los tres hablaban de purificaciones y sacrificios propiciatorios. Regresó a los Estados Unidos, e intentaba encontrar el hilo conductor que le aclarase la verdadera naturaleza de los tres asuntos. Mágico, Memoria, Misterio, Mito, Mujer. También Multicultural. Habló de ello con la #adviser# de su tesis. Mas entre aquellas ficciones antiguas, la profesora, que era ferviente posmoderna, no veía otro hilo que la perpetuación de la violencia doméstica.
José María Merino
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Ed. Menoscuarto. 2005
1.471 – Lejanías
No hay demasiada gente y puedo ver con claridad a la mujer desde el mismo momento en que entra en el vagón. Hay algo raro en sus ropas y en su actitud. Cubre su cabeza con una pañoleta oscura, las puntas atadas en la nuca, y los hombros con una toquilla parda. Salvo por los zapatos deportivos, parecería una campesina de otra época. De uno de sus hombros cuelga una especie de zurrón, y lleva en una mano un vaso de plástico, mientras enarbola en la otra un objeto que no puedo distinguir todavía.
Con voz aguda, trémula, y con aire de súplica, la mujer inicia una larga parrafada, en que sólo se entienden dos palabras, una que se parece a «señores» y otra que habla de alguna parte de la Europa del sur oriental. Algunos pasajeros buscan monedas en los bolsillos y las depositan en el vaso de la mujer. Cuando está más cerca puedo ver que el objeto que presenta es la fotografía de un grupito de personas.
Entonces percibo un movimiento en la mujer que va sentada a mi lado, y me encojo con gesto instintivo, imaginando que ha movido sus brazos para buscar en su bolso alguna limosna con destino a la exótica pedigüeña. Mi vecina lleva un bolso de lona viejo y viste un abrigo bastante raído.
Sin embargo su gesto no indicaba ninguna búsqueda en su bolso, sino un movimiento del cuerpo, el de ponerse en pie. Lo hace, y casi al mismo tiempo empieza a dar voces rabiosas, en un idioma también desconocido, dirigidas a la mujer que viene por el pasillo con su vaso de plástico y su fotografía. La otra se queda quieta, atónita, pero enseguida responde a las imprecaciones de mi vecina con gritos destemplados. Separadas por un pequeño espacio, ambas mujeres se gritan, se recriminan, tal vez se insultan, en esa lengua extranjera, incomprensible.
El metro se ha detenido en una estación y, como si la parada marcase la culminación de una crisis, las mujeres se callan, se miran, y de repente echan ambas a llorar, una frente a la otra, con largos gemidos la mendiga, con hondos sollozos mi vecina, mientras el resto de los pasajeros, sin comprender nada, sentimos pasar a nuestro lado el ángel de la desolación.
José María Merino
1.453 – Ecosistema
El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, me ha parecido ver la figura de un mamut.