Nunca había ido a la escuela y, ahora, a sus cincuenta y nueve años, estaba comenzando a aprender a leer y escribir en las clases nocturnas para analfabetos. Y estaba fascinada.
Escribía muy despacio, pasándose la lengua por los labios mientras trazaba los palotes de las mayúsculas de su nombre: MARÍA; lo leía luego, y decía:
—¡Ésta soy yo!
Y se ponía muy contenta, lo mismo que cuando escribía las palabras de las cosas que tenía a su alrededor: MESA, GATO, VASO, AGUA. Y ya no sabía qué otra palabra escribir, pero de repente se le ocurrió poner: ESPEJO. Leía la palabra una y otra vez, se la quedaba mirando y mirando, pero con un gesto de extrañeza porque no se veía ella en aquel espejo. ¿Y por qué no se veía ella en aquel espejo escrito, si se veía bien claramente, cuando estaba escribiendo? Y se contestaba a sí misma, diciendo que eso sería porque todavía no sabía escribir bien, porque, en cuanto supiera hacerlo, tendría todo lo que quisiera con sólo escribírselo. Porque si no, ¿para qué valdría leer y escribir?, preguntó.
Pero allí todos callaron en la clase, y nadie le contestó. Como si hubiese dicho o hecho algo raro, o qué sé yo, con un espejo.
Categoría: José Jiménez Lozano
3.496 – La crisis
Sólo ponían la televisión lo que duraba el noticiario para no gastar corriente; pero las noticias las tenían que saber porque él estaba en el paro ya hacía cuatro años y sin cobrar nada por ninguna parte. Y se le iba a echar encima la jubilación y luego la vejez, y ¿cómo se iban a arreglar los dos?
Su mujer estaba en la cama casi tullida por los reúmas que casi tenía desde joven, de cuando había sido lavandera, o que los había cogido con los relentes a lo mejor y, cuando él la estaba haciendo compañía en silencio o hablando de cosas, de repente la mujer decía:
—Ya van a ser las nueve. Pon la televisión a ver el tiempo que va a hacer y si ya ha pasado la crisis, y vamos a tener trabajo.
Y la mayor parte de los días la tele no decía nada de la crisis sobre si había pasado o no; y otros días casi siempre sólo decía que el Gobierno y el rey y esas gentes estaban muy preocupadas con el paro.
-¡A ver! —decía ella—. ¿Lo ves como no sólo somos nosotros?
Y así se consolaban un poco. Cenaban cualquier cosilla, un poco más contentos, y ya decía él:
—A ver mañana o pasado mañana.
Menos mal si él no caía enfermo mientras estuviera aquí la crisis todavía.
José Jiménez Lozano
Más por menos. Antología de microrelatos hispánicos actuales. Sial ediciones-2011
3.084 – La visita
La única que dio la mano al director general, cuando vino a ver las chabolas, fue la señora Margarita, que estaba recogiendo la colada para que el director general no viese allí ropa tendida. Pero, de repente, paró un coche y casi no la dio tiempo a nada, aunque ya tenía recogida toda la ropa menos dos o tres pañuelos precisamente, que uno estaba un poco deshilachado.
—¿Cómo está usted? —dijo el director general que se bajó del coche como una exhalación.
—¡Bien! ¿Y usted? —dijo ella.
—¡Bien! —dijo el director general.
—¡Pues me alegro! —contestó ella.
Y, luego ya, el director general se puso allí a mirar unos planos con los que venían con él y, mientras la gente se fue acercando, ya había acabado de mirar los planos y de echar las miradas que echó al terreno donde estaban las chabolas, y dijo:
—Ustedes tendrán casa. ¡Y pronto!
Y se montaron todos en el coche, y se fue. Así que todos se acercaron a la señora Margarita para preguntarla qué es lo que la había dicho el director general, y ella dijo:
—No, nada, sólo me dio la mano.
—¿Y cómo tenía la mano? —la preguntaron entonces.
—¡Pues fría, ya veis! ¡Y como el asperón!
Y no la querían creer.
José Jiménez Lozano
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012
1.228 – La recordadora
Cuando fueron avisados de que un fuego de lo alto caería sobre la ciudad donde vivían, para destruirla, se les advirtió también de que en su huida no deberían volver la vista atrás, así que ella, Lot, su marido, sus hijos, los criados y las criadas y las esclavillas, miraban solamente el camino y hacia el horizonte que tenían delante, aunque sentían curiosidad porque las nubes que veían quedaban iluminadas por resplandores, y se oía como un trueno lejano o el rodar de muchas carrozas a sus espaldas.
Entonces ella comenzó a hablar de su infancia, y contó que había tenido una vez un pájaro maravilloso que había muerto, y todavía no estaba consolada; que había tenido luego, ya más adelante, un anillo de oro con una piedra de lapislázuli y se perdió, y aún lo echaba de menos. Y luego quiso decir algo más, como si hubiera perdido también quizás, a lo mejor, un antiguo amor porque sus ojos se oscurecieron y se hicieron de la forma de la almendra, pero calló. Sólo que entonces fue cuando volvió la vista atrás, y sonrió. Pero quedó inmóvil, y vieron todos que se volvía como de una piedra traslúcida como el alabastro, y cuando trataron de despertarla se percataron de que parecía compuesta como de cristalitos de sal. Aunque ella no parecía triste, sino que seguía sonriendo y seguramente recordando, y ya se quedaría allí para siempre así, con esa memoria.
José Jiménez Lozano
La otra mirada. Antología del microrrelato hispánico. Edición de David Lagmanovich. Ed MenosCuarto – 2005
http://www.jimenezlozano.com/v_portal/apartados/apartado.asp
1.205 – La analfabeta
Nunca había ido a la escuela y, ahora, a sus cincuenta y nueve años, estaba comenzando a aprender a leer y escribir en las clases nocturnas para analfabetos. Y estaba fascinada.
Escribía muy despacio, pasándose la lengua por los labios mientras trazaba los palotes de las mayúsculas de su nombre: MARÍA; lo leía luego, y decía:
—¡Esta soy yo!
Y se ponía muy contenta, lo mismo que cuando escribía las palabras de las cosas que tenía a su alrededor: MESA, GATO, VASO, AGUA. Y ya no sabía qué otra palabra escribir, pero de repente se le ocurrió poner: ESPEJO. Leía la palabra una y otra vez, se la quedaba mirando y mirando, pero con un gesto de extrañeza porque no se veía ella en aquel espejo. ¿Y por qué no se veía ella en aquel espejo escrito, si se veía bien claramente, cuando estaba escribiendo? Y se contestaba a sí misma, diciendo que eso sería porque todavía no sabía escribir bien, porque, en cuanto supiera hacerlo, tendría todo lo que quisiera con sólo escribírselo. Porque si no, ¿para qué valdría leer y escribir?, preguntó.
Pero allí todos callaron en la clase, y nadie le contestó. Como si hubiese dicho o hecho algo raro, o qué se yo, con un espejo.