La justicia en tiempos de Franco

eduardo galeano32 Arriba, en lo alto del estrado, enfundado en su toga negra, el presidente del tribunal.
A la derecha, el abogado. A la izquierda, el fiscal.
Escalones abajo, el banquillo de los acusados, todavía vacío. Un nuevo proceso va a comenzar. Dirigiéndose al ujier, el juez, Alfonso Hernández Pardo, ordena: -Que pase el condenado.

Eduardo Galeano

Manos callosas

eduardo galeano35 Los príncipes, al servicio de la corona británica, vivían angustiados por la escasez de tigres en la selva y las crisis de celos que perturbaban el harén.
En pleno siglo veinte, se consolaban como podían:
el marajá de Bharatpur compró todos los Rolls-Royce disponibles en Londres y los destinó a la recolección de la basura en sus dominios;
el de Junagadh tenía muchos perros con habitación propia, teléfono y sirviente;
el de Alwar incendió el hipódromo cuando su pony perdió una carrera;
el de Kapurthala construyó una copia exacta del palacio de Versalles;
el de Mysore construyó una copia exacta del palacio de Windsor;
el de Gwalior compró un trencito de oro y plata que recorría el comedor del palacio llevando sal y especias a sus invitados;
los cañones del marajá de Baroda eran de oro macizo
y el de Hyderabad usaba de pisapapeles un diamante de ciento ochenta y cuatro quilates.

Eduardo Galeano

Resurreción del Carnaval

eduardo galeano34 El sol salía de noche,
los muertos huían de sus sepulturas,
cualquier bufón era rey,
el manicomio dictaba las leyes,
los mendigos eran señores
y las damas echaban llamas.
Y al final, cuando llegaba el miércoles de ceniza, la gente se arrancaba las máscaras, que no mentían, y volvía a ponerse las caras, hasta el año siguiente.
En el siglo dieciséis, el emperador Carlos dictó en Madrid el castigo del carnaval y sus desenfrenos: Si fuera persona baja, cien azotes públicos; si noble, lo destierren seis meses…
Cuatro siglos después, el generalísimo Francisco Franco prohibió el carnaval en uno de sus primeros decretos de gobierno.
Invencible fiesta pagana: cuanto más la prohibían, con más ganas volvía.

Eduardo Galeano

Doria

eduardo galeano2 En El Cairo, en 1951, mil quinientas mujeres invadieron el Parlamento.
Durante horas estuvieron allí, y no había manera de sacarlas. Clamaban que el Parlamento era mentira, porque la mitad de la población no podía votar ni ser votada.
Los líderes religiosos, representantes del cielo, en el cielo pusieron el grito: ¡El voto degrada a la mujer y contradice a la naturaleza!
Los líderes nacionalistas, representantes de la patria, denunciaron por traición a la patria a las militantes del sufragio femenino.
El derecho al voto costó, pero a la larga salió. Fue una de las conquistas de la Unión de Hijas del Nilo.
Entonces el gobierno prohibió que se convirtieran en partido político, y condenó a prisión domiciliaria a Doria Shafik, que era el símbolo vivo del movimiento.
Eso nada tenía de raro. Casi todas las mujeres egipcias estaban condenadas a prisión domiciliaria. No podían moverse sin permiso del padre o del marido, y muchas eran las que sólo salían de casa en tres ocasiones: para ir a La Meca, para ir a su boda y para ir a su entierro.

Eduardo Galeano

Fundación de los vientos marineros

eduardo galeano2 Según los cuentos de la antigua marinería, la mar era quieta, un inmenso lago sin olas ni olitas, y sólo a remo se podía navegar.
Entonces una canoa, perdida en el tiempo, llegó al otro lado del mundo y encontró la isla donde vivían los vientos. Los marineros los capturaron, se los llevaron y los obligaron a soplar. La canoa se deslizó, empujada por los vientos prisioneros, y los marineros, que llevaban siglos remando y remando, por fin pudieron echarse a dormir.
No despertaron nunca.
La canoa se estrelló contra un peñón.
Desde entonces, los vientos andan en busca de la isla perdida que había sido su casa. En vano deambulan por los siete mares del mundo los alisios y los monzones y los ciclones. Por venganza de aquel secuestro, a veces echan a pique los barcos que se les cruzan en el camino.

Eduardo Galeano

Los prisioneros

eduardo-galeano-ii Somos todos prisioneros. Quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo. Y los niños son los más prisioneros de todos: la sociedad, que prefiere el orden a la justicia, trata a los niños ricos como si fueran dinero, a los niños pobres como si fueran basura, y a los del medio los tiene atados a la pata del televisor.
Eduardo Galeano

Mariana

eduardo galeano35 En 1814, el rey Fernando mató a la Pepa.
Pepa era el nombre que el pueblo daba a la Constitución de Cádiz, que dos años antes había abolido la Inquisición y había consagrado la libertad de prensa, el derecho de voto y otras insolencias.
El rey decidió que la Pepa no había sido. La declaró nula y de ningún valor ni efecto, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, que debían quitarse de enmedio del tiempo.
Y después, para quitar de enmedio del tiempo a los enemigos del despotismo monárquico, se alzaron patíbulos en toda España.
Una mañana de 1831, bien tempranito, ante una de las puertas de la ciudad de Granada, el verdugo dio vueltas al torniquete hasta que el collar de hierro rompió el cuello de Mariana Pineda.
Ella fue culpable. Por bordar una bandera, por no delatar a los conspiradores de la libertad y por negar el favor de sus amores al juez que la condenó.
Mariana tuvo vida breve. Le gustaban las ideas prohibidas, los hombres prohibidos, las mantillas negras, el chocolate y las canciones suavecitas.

Eduardo Galeano

La función del arte /1

eduardo galeano34 Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayudame a mirar!

Eduardo Galeano

El origen del mundo

eduardo galeano2 Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
Pero papá -le dijo Josep, llorando-. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
Tonto -dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto-. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

Eduardo Galeano

Teología/1

Eduardo Galeano El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo; y yo temía y creía.
Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado en la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo, se hará justicia.
Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno… Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.

Eduardo Galeano