Empieza el encuentro. Mi mujer avanza por el lateral derecho del pasillo y cuelga una pregunta envenenada al borde del área chica —¿otra vez partido?—, entre el sofá y las cincuenta pulgadas de plasma. Por suerte estoy bien colocado en los cojines y puedo despejar de puños con un cariño, por favor, que es la final. Atrapa el rechace, regatea mi mirada lastimera y dispara a puerta su peligroso vamos, hombre, que nos eliminaron en cuartos. Atrapo en dos tiempos —da lo mismo que no juguemos, es un partidazo— y pateo el balón con rapidez a campo contrario, para salir al contraataque, con un desesperado ayer ya vimos una película, cariño, ¿no te acuerdas? Cabecea con rabia la pelota en el centro del rectángulo de juego, y una vez recuperado el control, triangula en la alfombra, esquiva mis monosílabos que no pueden impedir su avance y dispara a puerta un certero a la media hora ya roncabas, imbécil, que dobla mis manos y se cuela entre los tres palos. Uno a cero. Sin celebraciones, sin besos en el anillo, regresa a su campo a esperar el pitido final. Ni siquiera se gira para ver mi saque de centro: sabe tan bien como yo que la remontada es imposible.
Victor Lorenzo Cinca
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