Querida amiga: como sabes, ésta es mi primera visita a la pampa. Me pareció hundida bajo el peso de un Dios sentado sobre la hierba. Llegué en un cabriolé a la estanzuela de mis tías viejas y, después del almuerzo, me largué al campo. Descubrí una herramienta abandonada: ¿rastrillo, escarpidor, horquilla, reja? ¡Qué sé yo cómo se llama! Acaso un peine, para una cabeza más grande que la mía. Alcé la herramienta y clavé sus dientes en la tierra. Un pájaro apareció a sobreviento y se echó junto a esas púas. No se movió cuando me aproximé. Arranqué la estaca, la cargué al hombro y la volví a hincar más lejos. ¿Querrás creerme? El pájaro vino de un vuelo y se le arrimó bien, como una señorita se asoma a la calle por la verja. Repetí la operación varias veces. Siempre el pájaro acudía a echarse al lado de esa hilera de hierros. ¡Tenía todo el campo abierto a su disposición y sin embargo prefería inmovilizarse ahí, y mirar a través de los alambres! Por lo visto le gustaba sentirse prisionero y se inventaba una jaula.
Enrique Anderson Imbert