Jaula de un solo lado

Enrique Anderson Imbert2 Querida amiga: como sabes, ésta es mi primera visita a la pampa. Me pareció hundida bajo el peso de un Dios sentado sobre la hierba. Llegué en un cabriolé a la estanzuela de mis tías viejas y, después del almuerzo, me largué al campo. Descubrí una herramienta abandonada: ¿rastrillo, escarpidor, horquilla, reja? ¡Qué sé yo cómo se llama! Acaso un peine, para una cabeza más grande que la mía. Alcé la herramienta y clavé sus dientes en la tierra. Un pájaro apareció a sobreviento y se echó junto a esas púas. No se movió cuando me aproximé. Arranqué la estaca, la cargué al hombro y la volví a hincar más lejos. ¿Querrás creerme? El pájaro vino de un vuelo y se le arrimó bien, como una señorita se asoma a la calle por la verja. Repetí la operación varias veces. Siempre el pájaro acudía a echarse al lado de esa hilera de hierros. ¡Tenía todo el campo abierto a su disposición y sin embargo prefería inmovilizarse ahí, y mirar a través de los alambres! Por lo visto le gustaba sentirse prisionero y se inventaba una jaula.

Enrique Anderson Imbert

Espiral

Enrique Anderson Imbert2 Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña a quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

Enrique Anderson Imbert

Novela que cambia de género

EnriqueAndersonImbert3 Adrián Bennet sube al tren y cuando va a sentarse observa que se han olvidado sobre el asiento una novela de tapas amarillas. No tiene tiempo de examinarla porque en ese momento entra en el vagón un hombre de anteojos negros y boca avinagrada que acomoda la valija, se arrellana frente a Bennet y se queda inmóvil. Bennet, intimidado, no se atreve a dirigirle la palabra. El viaje es largo. Mira por la ventanilla, se aburre, intenta dormir pero no lo consigue y de pronto recuerda la novela que encontró en el asiento. Ya tiene con qué entretenerse. La examina. El título no le dice nada, el autor le es desconocido. La hojea a saltos. Parece ser una novela policial en la que cierto detective, sospechando que el viajante de comercio Walter Lynch es en realidad un sicario al servicio de la Organización, va en pos de él a Villa María, le sigue los pasos hasta el hotel, lo acecha por el ojo de la cerradura y ve cómo despanzurra al incorruptible periodista.
El tren acaba de parar. El hombre de los anteojos negros y la boca avinagrada se pone de pie y agarra la valija, en cuyo marbete Bennet alcanza a leer: “Walter Lynch”. Rápido como la luz, Bennet arroja una mirada por la ventanilla y en el letrero de la estación lee: “Villa María”. ¡Pronto! ¿qué hacer? Piensa que su obligación es bajarse, seguir a Walter Lynch, acecharlo, denunciarlo, pero opta por no entrometerse.
El tren empieza a alejarse. Aliviado y avergonzado, Bennet entiende que acaba de escaparse de un peligro futuro pero no sabe exactamente de cuál. Para averiguarlo abre la novela y busca la revelación de lo que le pasó al detective cuando, después de ser testigo del asesinato en Villa María, tuvo que dar la cara al asesino. Antes la había hojeado a saltos; ahora la lee página por página. En la novela, que ya no es policial, sino psicológica, se describe un asesinato en Villa María pero, por más que se busque, allí no figura ningún detective.

Enrique Anderson Imbert

La fama

EnriqueAndersonImbert3 El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:
-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mí cuándo?
La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:
-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.
-¡Ah, te lo agradezco mucho!
-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

Enrique Anderson Imbert

Atlas…

EnriqueAndersonImbert3Atlas estaba sentado, con las piernas bien abiertas, cargando el mundo sobre los hombros. Hiperión le preguntó:
    -Supongo, Atlas, que te pesará más cada vez que cae un aerolito y se clava en la tierra.
    -Exactamente -contesto Atlas-. Y, por el contrario, a veces me siento aliviado cuando un pájaro levanta el vuelo.
Enrique Anderson Imbert

Mi sombra

Enrique anderson Imbert3No nos decimos ni una palabra pero sé que mi sombra se alegra tanto como yo cuando, por casualidad, nos encontramos en el parque. En esas tardes la veo siempre delante de mí, vestida de negro. Si camino, camina; si me detengo, se detiene. Yo también la imito. Si me parece que ha entrelazado las manos por la espalda, hago lo mismo. Supongo que a veces ladea la cabeza, me mira por encima del hombro y se sonríe con ternura al verme tan excesivo en mis dimensiones, tan coloreado y pletórico. Mientras paseamos por el parque la voy mirando, cuidando. Cuando calculo que ha de estar cansada, doy unos pasos medidos -más allá, más acá, según- hasta que consigo llevarla adonde le conviene. Entonces me contorsiono en medio de la luz y busco una postura incómoda para que mi sombra, cómodamente, pueda sentarse en un banco.

Enrique Anderson Imbert

Las últimas miradas

enrique an imbertEl hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

Enrique Anderson Imbert