Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: Se había caído por el precipicio de un cerro.
Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
– ¿Por qué no volaste m’hijo, al sentirte caer?
– ¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?
Enrique Ánderson Imbert