Un señor con barba gris se ha sentado a mi lado. Es el único que no lleva corbata y maletín en este tren de alta velocidad. No sé por qué, me da por imaginar que es un científico que ha inventado el radiocontrol de voluntades ajenas. O un adivino que está leyendo mis pensamientos. O peor aún: un asesino cuyas víctimas son jóvenes incautas que viajan solas como yo. Mi corazón se acelera y cojo el bolso para cambiarme de asiento. «¿Adónde vas, hija?», me frena agarrándome de la mano. «Ya verás qué bien estarás en la clínica junto al mar». Y sus ojos se llenan de lágrimas. Viejo idiota. En la próxima parada saltaré al andén.
Categoría: Beatriz Alonso Aranzábal
3.289 – Abril
Me senté en la última fila del autobús escolar, suplicando baches. Por fin salíamos de excursión toda la clase, y mis compañeras se regocijaban en sus asientos, mientras piropeaban al conductor. La profesora decía que la primavera no tiene remedio. Unos días antes yo había hecho el amor por primera vez. Sin precauciones.
Beatriz Alonso Aranzábal
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012
3.278 – Jerseys y cazadoras
En el armario familiar las cazadoras de mi padre abrazaban los jerseys de mi madre, y los tacones de ella pisaban las botas de él. Al cabo de unos años, lo cambiaron y compraron uno de dos cuerpos, y de paso sustituyeron la cama matrimonial por dos colchones de látex. Ahora cada uno tiene su propia habitación, su propio armario, y sus calcetines se enredan, muy de vez en cuando, en la lavadora.
Beatriz Alonso Aranzábal
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012
2.219 – El gofre
Cuando la enfermera le preguntó la edad respondió: “El 16 de julio cumplo cuarenta”. Podía haber añadido: “Nací el día en que un astronauta pisó la luna”, pero tampoco quería darse importancia. Se había hecho un corte en el dedo, en la cocina de casa, y había salido disparado a Urgencias porque notó cómo la cuchilla de la batidora confundía su dedo con el trozo de mantequilla (“¡Por qué se pondría a hacer gofres con una receta alemana!”). Al taxista le dijo que lo llevara a toda velocidad, pero éste al ver dañado un simple dedo puso cara de desprecio: no iba a saltarse él ningún semáforo por tan poca cosa. En el trayecto el pañuelo se fue coloreando de escarlata, y el hombre suspiró: “Mamá”. Mientras esperaba a ser atendido vio a un hombre con una brecha en la cabeza, acompañado de una mujer con cara de haberle dado con el rodillo. Sintió una ligera envidia, no por el golpe, sino por tener a una mujer. Aquel hombre diría a la enfermera: me he chocado con el canto de la puerta. Y ésta pondría cara de: “denúnciala”. Pero todo seguiría igual. Entonces se alegró de no tener mujer. Pero duró poco, porque miró a la enfermera, y se enamoró de ella mientras le tomaba la tensión. Entonces ella le preguntó: “¿Qué le ha pasado?” y el hombre respondió: “Nací el día en que un astronauta pisó la luna”. “Enseguida le atenderá el doctor”, dijo la enfermera antes de cambiar de paciente. Tumbado sobre la camilla y bajo unos focos notaba cómo le cosían el dedo índice. Dolía. “¿Cuántos días tendré que permanecer en el Hospital? Miren que se acerca mi cumpleaños”. “Procure no mojarse el dedo hasta mañana”, le respondieron, y sin darse cuenta estaba ya fuera del hospital. Mientras regresaba a casa se asustó al pensar que la punta del dedo podía haber salido por los aires y la cirugía habría sido harto complicada. Entró a la cocina y decidió seguir batiendo la mantequilla: la sangre sólo había salpicado la encimera. Al fin y al cabo quería merendar un gofre. Estaba solo. Podía hacer lo que le diera la gana.