Sin compasión, hunde la hoja de su arma en el centro de mi cuerpo indefenso. No hubo provocación alguna por mi parte. Una ira ciega alienta cada tajo, cada incisión arbitraria y salvaje de la carne. Los míos dijeron que no opusiera resistencia, que ello involucraría a los demás en nuevos peligros. Él, mientras tanto, profundiza la herida. Qué puedo hacer yo ante quien contraría de ese modo la ley natural sino sentir una vaga tristeza y esperar aquí, bajo el camino de estrellas, la bárbara amputación final, el momento en que me desplome sin más quejidos que los de mis frondosas ramas al golpear agonizando contra el suelo.
Categoría: Ángel Olgoso
1.861 – Última cena*
El día de los ácimos, mientras celebra la pascua con sus discípulos, dice el Maestro: «Antes de que yo padezca, tomad y comed, este es mi cuerpo. Bebed todos de mi sangre de la alianza. Haced esto en recuerdo mío y para remisión de los pecados». Pronto se advierte la simpleza de los doce, pues hacen una interpretación literal de los deseos del Hijo del hombre: comen su cuerpo y beben su sangre, según lo decretado por Él, aunque prevalece la abnegación sobre el apetito. Es así como, en lugar del Maestro, se crucifica a uno de los doce discípulos; el mismo que, al dudar de la misteriosa naturaleza de aquella comida de Pascua, pensaba irse de la lengua.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Páginas de espuma.2009
*A Norberto Luis Romero
1.723 – La caja de los truenos
Cuando los menesterosos padres de Nayib murieron de hambre, el pequeño mendigo recibió la única posesión de la familia Alauié a lo largo de generaciones: una sencilla cajita de madera con un broche de color turquí. Nunca antes había sido abierta. Nayib -un niño flaco y sucio, pero altivo y de ojos vivísimos- tomó la cajita entre sus manos con gran unción. Cuando se disponía a abrirla, como si presintiese la temeridad y la atroz amenaza desconocida de aquel acto, dudó y, durante aquel brevísimo instante de vacilación, la vida se detuvo: los terrones de azúcar dejaron de diluirse en las tazas, los asesinos no terminaban de apuñalar a sus víctimas, el aire cesó en su fuga perpetua; el vuelo de las aves, la pólvora de los cazadores, el suero en las venas de los enfermos, el salto a contracorriente de los salmones, todo participó de aquella inaudita pausa universal, de aquella silenciosa anábasis, simultáneamente a millones de seres vivos que con voraz ansia y la respiración suspendida confiaban que, tampoco en esta ocasión, fuese abierta la sencilla cajita de madera con el broche de color turquí.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Páginas de espuma.2009
1.674 – Juicio
Aquel ciudadano no ha acusado de brujería a la mujer ante el Tribunal que habrá de torturarla porque creyera que negociaba carnalmente con Belcebú la ruina de su familia, ni porque la haya visto danzar hasta el amanecer en torno al Macho Cabrío, o amasar ungüentos con belladona y hojas de álamo y grasa de niño, o beber la leche de los jarros que reposan en los alféizares de las ventanas, ni siquiera para vengarse y que sus bienes sean confiscados, sino porque cuando los inquisidores busquen en su cuerpo la señal del Diablo (una heridita impía, un pliegue satánico, una pequeña pero obscena mancha, un lunar sacrílego) él podrá al fin contemplar desnuda a su vecina.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Páginas de espuma.2009
1.661 – Hábitat
A las doce y veinte de un sábado soleado de octubre,contra un rincón de la cocina de su vivienda en un pueblecito cercano a la industriosa capital de la provincia, el hombre golpea a la mujer que castigará al hijo que dará una patada al perro que morderá al gato que perseguirá al ratón que abatirá a la cucaracha que atrapará al gusano que devorará al hombre.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009
1.586 – Espacio
Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras, pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.
Ángel Olgoso
Mar de pirañas. Nuevas voces del microrelato español.
Edición de Fernando Valls. Ed. Menoscuarto-2012
1.548 – Los peligros de la ambición
Nils Honaffos -escritor en ciernes, y enaltecido por las bellas letras hasta el extremo de jurar que un día habría de encuadernar sus obras con su propia piel- decidió convocar a los espíritus de los grandes maestros antiguos de la poesía noruega para que estos le dieran a beber, secretamente, el elixir de la inmortalidad literaria. Así pues, Nils enterró un sapo junto a un acebo solitario a medianoche y caminó en círculo alrededor del árbol hasta la salida del sol. Con los primeros rayos, emergiendo de entre las cegadoras estelas vítreas de una nube a ras de tierra, se materializaron los grandes poetas con sus barbas de yak y sus impresionantes ropajes de rigor. Tiódolf de Hvin, Tóbiorn el Cuervo y Eyvind Roba-Escaldos entregaron al escritor en ciernes el odre antiquísimo que rezumaba elixir de la inmortalidad literaria. Nils Honaffos bebió el contenido con un largo y fervoroso sorbo y murió en el acto: era tinta; oscura, humilde y ponzoñosa tinta.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009
1.450 – Empirismo
Cuando cierro los ojos, el mundo desaparece. Cuando los abro, el mundo corre a recomponerse casi instantáneamente. A veces, durante el período infinitesimal de esa transición—no es más que una fugaz percepción—, creo sorprenderlo ultimando su tarea, los contornos de las cosas difuminados, ciertos crujidos, algún chispazo a destiempo, un acomodarse de las distancias, la luz del día que aún no posee su sabor pleno, mis hijos demorándose apenas una milésima en desplegar sus formas habituales, el pelaje del gato parece desdibujado y sus bigotes no existen todavía, descuidos, hilachas de un tapiz evasivo, disgregador, hasta que todo irrumpe de nuevo y se reintegra velozmente al orden, hasta que todo recobra su textura, su volumen y su nombre y este mundo plegadizo vuelve, una vez más, a ser perpetuamente engendrado e inhumado.
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009
1.291 – Naufragio
El día que se hundió aquel navío entre retumbos de barriles y añicos de loza, yo nadaba cerca, ocioso, mientras practicaba esgrima intelectual con mi hermano (el irresoluble problema de la flecha del tiempo y la diana de la inmortalidad). La tripulación, desesperada, se agitaba sobre las aguas oscuras. Unos pocos habían logrado aferrarse a pellejos de buey. Al percatarnos de su desgracia, nos sumergimos resueltos y buceamos hacia ellos, aproximándonos a toda velocidad, con estilo poderoso, ondulante. Siempre sucede que, aunque lleguemos a tiempo para redimirlos, ellos no pueden evitar señalarnos y, enloquecidos, gritar al unísono con un timbre particularmente desagradable que el prestigio o quizá el horror concentran: ¡Tiburones! ¡Tiburones!
Ángel Olgoso
La máquina de languidecer. Ed. Páginas de espuma, 2009
1.133 – Convencimiento
A eso de la medianoche mi corazón dejó de pertenecerte. La fatalidad propicia que siga enamorada de ti, pero ya no soy tuya. He conocido a otro, a otros. Y en el doloroso vacío de mi interior me siento escindida, a la deriva. Debes saber que tampoco eres ahora el dueño de mis ojos, riñones, hígado o intestinos. Ni siquiera yo lo soy. A decir verdad, inexplicablemente, le he perdido la pista a la mayoría de mis órganos internos.