Los pentagramas de Scriabin producen siempre en los primeros compases una densa expectación cargada de presagios, que, con el desarrollo ulterior de la obra, puede llegar a convertirse en zozobra.
Esta ansiedad previa suele dar lugar a dos tipos de desazón. Una es anal: buena parte del público se mueve y restriega en sus asientos. La otra es oral: las bocas se secan, bullen las lenguas, y los labios se mueven en succionante añoranza del pecho materno.
Para calmar esta última hay quienes utilizan el conocido recurso del caramelo. Había ese día allí una de esas personas, y ya iba por el tercero. Abrió el bolso, clic; rebuscó en su interior, crost graffatat zruasst. Al fin encontró el paquete de caramelos; extrajo uno, creeffst climfliss, y comenzó a desenvolverlo pausadamente, carrassffufsitss errelestffrashh…
A su lado, un espectador desistió de apantallarse las orejas con las manos tratando de seguir la música; no había manera de oír más que el despliegue del papel de celofán del caramelo. Miró hacia el asiento de su vecina con intenso odio.
Se trataba de una enflaquecida señora entrada en años. Él, sin embargo, era un simple obrero, de aquellos que han oído que la cultura es revolucionaria en sí misma y se afanan en pos de ella, malgastando tiempo y dinero para, finalmente, no enterarse prácticamente de casi nada.
La señora ni entendía ni atendía. Había oído que la cultura daba un cierto prestigio y hacía tiempo que iba por allí dos veces por semana a aburrirse resignadamente.
Él reparó en las joyas de ella. Su marido las habría adquirido —sin lugar a dudas— tras la aviesa acumulación de plusvalías absolutas y puede que incluso de relativas. Erraba en su análisis; las joyas eran pura quincalla, y la señora una modesta funcionaria que trataba de imitar a las señoras de su barrio, que imitan a las de los barrios residenciales, que, a su vez, imitan a las marquesas. Si él, como se ve, confundía análisis con olfato, éste no le engañaba: pese a lo patético de sus hechuras se trataba de una señora de acendrado reaccionarismo.
El odio inicial era un sentimiento cálido comparado con el frío de la mirada subsiguiente, la temible mirada que antecede al crimen inexorable. Nadie que haya recibido una mirada así ha podido luego contar cómo es exactamente.
Pasó el brazo por el respaldo del asiento de la pobre mujer, cuya cabeza apenas sobresalía. Sus tremendos dedos de enérgico obrero pinzaron el cuello en un único apretón. La cabeza de ella quedó abatida sobre el pecho, en posición nada desusada: es mucha la gente que se duerme en los conciertos.
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2.950 – El viaducto
-Haga usted el favor de no empujarme más.
-Ni a mí de pisarme. Ya es la segunda vez. Le voy a decir yo a usted una cosa: si tiene tanta prisa, ¿por qué no se lo ha hecho en casa?
-Eso digo yo. ¿No tiene usted una buena cuerda? O si no con pastillas de ésas, como los artistas.
-A ver si por una vez hacemos una cola como Dios manda, que va a ser la última que hagamos.
-Eso mismo creía yo, y ya es la tercera vez que tengo que venir.
-¿Pues qué le faltaba a usted?
-La primera vez el certificado médico, y la segunda la fe de vida.
-Pues estamos aviados. Yo no los traigo.
-Ni yo. ¿Para qué querrán esos papeles?
-Hombre, yo lo veo bien, porque si te vas a morir de una enfermedad, ¿para qué te vas a andar tirando? -Bueno, eso todavía; pero la fe de vida, ya me dirá usted.
-Eso mismo fue lo que yo les dije, pero me contestaron que no había nada que hacer, que había habido casos de personas que, al irles a hacer el certificado de defunción, ya estaban muertas.
-Pero esto es el colmo; son incapaces de llevar el censo
como Dios manda y encima nos echan la culpa a nosotros. -Sería que en vez de venir a matarse venían a rematarse.
-Qué gracioso es usted. No sé qué puede hacer alguien
tan ingenioso en un sitio como éste. Ya vé.
-No hace ni diez años que venía la gente dándose un paseo desde la parada del metro de ópera, y cogían y se tiraban y Santas Pascuas.
-Le voy a decir yo a usted una cosa: la burocracia; eso es lo que nos está matando.
-A mí, no. Yo me muero de otra cosa.
-… Y de qué, si puede saberse.
-De ganas de saltar el pretil y perderles de vista.
-Ya le dije que es usted muy gracioso.
-Sí, ya me dijo.
Alberto Escudero
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Antología del microrelato español (1906-2011)
Ed. Cátedra – 2012
2.937 – La nueva hermenéutica puede dar al traste con todo
ABRAHAM: Heme aquí, Señor, en la tierra de Moriah, exactamente en el monte que indicaste. Está afilado el cuchillo escrupulosamente; apenas va el niño a enterarse.
ÁNGEL DE YAHVÉ (para sí): Cada día estoy más convencido: tiempos son éstos de fantasmagoría y superstición.
VOZ: Soy el Ángel de Yahvé. Detén tu mano, Abraham. Porque ahora he visto que en verdad temes a Dios, pues por mí no has perdonado a tu hijo, a tu unigénito.
ÁNGEL DE YAHVÉ (con los ojos como platos): ¿De quién es esa voz…? Oh, Señor; nadie me va a creer cuando cuente esto.
ABRAHAM: Así se hará, si ése es tu deseo; pero no sé si tiene mucho sentido habernos dado semejante caminata para esto.
VOZ: Mira a tu espalda.
ABRAHAM: Sólo veo montes por todos lados, y un carnero, con los cuernos enredados en la jara.
VOZ: Ofrécelo en sacrificio, aunque sólo sea para aprovechar el porte.
ABRAHAM: Ya puestos…
EL CARNERO (aparte): Dirán que es una pregunta improcedente, pero es muy normal cuestionarse los hechos que le van a costar a uno el pescuezo: ¿Es la ventriloquia una gracia divina o un arte demoníaco?
ÁNGEL DE YAHVÉ: Yo me voy de aquí; si le da a Dios por bajar se me va a caer la cara de vergüenza ajena.
Alberto Escudero
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2.920 – Que las almas sepan en cada momento y ocasión a qué atenerse
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida. Dime, hija; de qué te acusas.
-Prefiero confesarme por los Mandamientos.
-Muy bien. A ver: el Sexto Mandamiento. ¿Libro?
-Libro tercero; artículo ciento sesenta y tres.
-¿Sección quinta?
-Sí, Padre. Párrafo octavo: apartado segundo.
-Ay, hija; has vuelto a las andadas. ¿Cuántas veces?
-Pues casi todas las tardes, desde hace un mes.
-O sea, algo menos de treinta veces. Bien, has tenido suerte; afortunadamente estás dentro del apartado dieciséis y te aplica la reducción de la cláusula once.
-Tenía entendido que la cláusula once había sido invalidada en una resolución del concilio de Nimes.
-Efectivamente, pero como en el adéndum primero se hace mención expresa al subapartado dos, a la espera de un más claro pronunciamiento del sínodo, queda vigente todo el capítulo seis.
-Me asombra, Padre. Tiene usted una memoria prodigiosa.
-A ver, hija; son ya muchos años de práctica sacramental. Bueno, vamos con el libro cuarto, ¿Artículo?
-El treinta y cuatro, y me parece que el cincuenta y seis también.
-¿El cincuenta y seis? Por Dios, hija mía. ¿No será el párrafo dos?
-No, Padre; eso sí que no…
-El párrafo siete entonces, ¿eh, picaruela?
-Padre; me va a sacar usted los colores…