Últimamente ocurren cosas extrañas en casa. Por ejemplo, giro la llave de la luz y las paredes tiemblan. Las bombillas se prenden poco a poco, sin convicción, como si necesitaran tener algo hermoso delante para proyectar su claridad. Si llega mi hija mayor de visita, resplandecen como focos de un teatro ante la primera actriz. Es imposible hablar por teléfono sin que otras conversaciones se crucen con la nuestra y a menudo aparece la voz de una anciana que, cuando discuto de asuntos bursátiles con mi corredor, interviene indignada:
—¡Todo lo que usted dice son tonterías y se va a arruinar! ¡Venda esas acciones, desgraciado! —me grita.
He perdido mucho dinero por hacer caso de las advertencias de la vieja.
Los tenedores se niegan a pinchar, el papel de las paredes muda de formas y colores diariamente y el cuadro de cacería del salón un día amaneció con ríos de sangre procedentes del pobre ciervo atacado por los perros. Mi bufanda trató de estrangularme y sólo pude zafarme de su abrazo criminal gracias a la ayuda de los criados, que vieron cómo daba tumbos y rodaba asfixiado en el recibidor.
Estos trastornos y otros más, han surgido desde que cambiamos la instalación eléctrica. Yo sospecho que, al igual que en las clínicas devuelven la vida con electrodos a los que sufren un colapso, nuestra vieja casa, la que heredamos de mis abuelos y llevaba tanto tiempo aletargada, ha resucitado gracias a la nueva instalación y se ha dado cuenta de que somos unos intrusos. Nos odia.
Categoría: Óscar Esquivias
3.591 – Es el diablo…
Es el diablo el que da cuerda a los despertadores y por eso, cuando suenan, nuestro primer pensamiento suele ser sucio y blasfemo. Quienes se levantan a golpe de timbrazo son grandes pecadores: salen de casa con un nubarrón en la cabeza y siempre llevan al día la cuenta de sus rencores; sin embargo, los perezosos, los que se despiertan mansamente con la caricia del sol, son incapaces de cometer ningún pecado grave. En el Cielo no hay un solo despertador.
Óscar Esquivias
3.574 – Últimamente ocurren cosas…
Últimamente ocurren cosas extrañas en casa. Por ejemplo, giro la llave de la luz y las paredes tiemblan. Las bombillas se prenden poco a poco, sin convicción, como si necesitaran tener algo hermoso delante para proyectar su claridad. Si llega mi hija mayor de visita, resplandecen como focos de un teatro ante la primera actriz. Es imposible hablar por teléfono sin que otras conversaciones se crucen con la nuestra y a menudo aparece la voz de una anciana que, cuando discuto de asuntos bursátiles con mi corredor, interviene indignada:
—¡Todo lo que usted dice son tonterías y se va a arruinar! ¡Venda esas acciones, desgraciado! —me grita.
He perdido mucho dinero por hacer caso de las advertencias de la vieja.
Los tenedores se niegan a pinchar, el papel de las paredes muda de formas y colores diariamente y el cuadro de cacería del salón un día amaneció con ríos de sangre procedentes del pobre ciervo atacado por los perros. Mi bufanda trató de estrangularme y sólo pude zafarme de su abrazo criminal gracias a la ayuda de los criados, que vieron cómo daba tumbos y rodaba asfixiado en el recibidor.
Estos trastornos y otros más, han surgido desde que cambiamos la instalación eléctrica. Yo sospecho que, al igual que en las clínicas devuelven la vida con electrodos a los que sufren un colapso, nuestra vieja casa, la que heredamos de mis abuelos y llevaba tanto tiempo aletargada, ha resucitado gracias a la nueva instalación y se ha dado cuenta de que somos unos intrusos. Nos odia.
3.082 – Cuando cerraron el Salón Parisiana
Cuando cerraron el Salón Parisiana, se hizo almoneda de todos sus enseres. Salieron a bajo precio los telones, las lámparas, los apliques, las mesitas, los vestidos de las cupletistas, la vajilla, la preciosa cafetera de cobre… Hasta se arrancaron los zócalos de mármol y se vendieron por metros. Aquel coronel retirado, que había pasado muchas horas muertas en el local tiznando su alma y sentía una gran pena por su clausura, se hizo con un espejo de vestir y se lo regaló a su señora, sin indicarle la procedencia. Ella, muy feliz por aquel arranque tan inusual de su marido, lo colocó en la alcoba. A partir de entonces, empezó a rechazar su antiguo vestuario: todas las faldas le parecían demasiado severas y feas y ningún escote hacía justicia a su hermoso pecho. Le tomó gusto a vestirse de colores, a cargarse de joyas, a buscar los sombreritos más atrevidos. Pronto circuló la especie de que la coronela tenía un lío con un mozo de cuadra (decían unas lenguas) o con un rejoneador (aseguraban otras). Lo cierto es que fueron decenas los jóvenes que se desbravaron entre sus muslos. Ella era ahora alegre, cantarina y muy, muy cariñosa.
Todo acabó cuando el coronel quebró la luna e hizo astillas el marco de aquel espejo ante el que tantas veces se desnudaron las alegres chicas del Salón Parisiana.