Esta mañana, la horrenda máscara que tengo por rostro me ha sobresaltado al mirarme de nuevo en el espejo. Mientras desayunaba en silencio, el ser que se hace llamar «tu hija» me ha rozado con su boca carnosa, poco antes de abandonar la casa, y yo he repetido mecánicamente sus mismas palabras: «Te quiero». Luego, la entidad que dice ser mi mujer ha anunciado que salía a hacer la compra, a lo que he asentido con un leve movimiento de mi apéndice superior. Ha sido un gran alivio quedarme a solas. Así, ha ido pasando un día más. Ya es otra vez de noche y sigo sin poder conciliar el sueño. Los sonidos guturales que esas criaturas emiten en la oscuridad me llenan de zozobra y de espanto. No sé cuánto tiempo más podré seguir ocultándoles que no sé quién soy, que no sé qué soy.
Categoría: Manuel Moyano
3.411 – El juego
La Muerte vino a buscarme, pero yo fui más rápido que ella. Me escondí. Pasó de largo. Desde entonces, han transcurrido los siglos, los milenios. No sé cuánto tiempo hace que nuestras orgullosas ciudades fueron borradas de la faz del planeta. Los pocos hombres que aún quedan sobre la Tierra habitan en lóbregas cavernas y se alimentan de vísceras de cadáveres o de insectos inmundos. Un cuchillo mellado y unos sucios andrajos constituyen todo mi patrimonio. He sido lapidado, apuñalado, aplastado, mordido y lanceado, pero mis heridas se obstinan siempre en cicatrizar. Aborrezco esta existencia indigna más allá de lo imaginable. Hace mucho tiempo que no ceso de buscar a la Muerte; sin embargo, ahora es ella quien se esconde de mí.
Manuel Moyano
Mar de pirañas. Menoscuarto. 2012
3.279 – La balada de Herbert y Margaret
Margaret lanzó una altiva y definitiva mirada a Herbert. Herbert luchó inútilmente contra ese sentimiento de vergüenza que le estaba acorralando y le hacía sentir que se hundía en el asfalto. Luego se dio cuenta de que había metido los pies en unas arenas movedizas que pasaban por allí.
–No quiero volver a verte –dijo Margaret–. Al menos espero que te cambies ese ridículo peinado.
Las palabras retumbaron en los oídos de Herbert como bombas atómicas, muy atómicas. No comprendía tanta crueldad. ¿Acaso Margaret ya no lo quería? ¿Acaso ya no le gustaba su peinado, del que siempre decía que sobresalía sobre las cosas hermosas del mundo? Está bien, quizás nunca había dicho eso, o no con esas palabras, pero… ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué el mundo se venía abajo de esta manera tan terrible? No había palabras. Herbert colocó en Margaret una suplicante mirada llena de lágrimas, tan patética como inútil, balbuceó algo sin sentido, y se alejó tristemente, mirando al suelo, dando patadas a las piedras y a algún que otro niño.
–Está bien –pensó Herbert con todo el dolor de sus entrañas–. Ahora me iré a casa y escribiré cosas en mi diario. Cosas muy malas sobre ella.
Como Herbert no tenía diario, tuvo que empezar uno. Se sentó y comenzó a poner en práctica su plan de venganza, pero esto no calmó su sensación de desamparo. Por el contrario, sólo consiguió que apareciese un absurdo sentimiento de culpa. Reprimió sus deseos de golpear la cabeza contra la pared, pero terminó lanzando el recién estrenado diario por la ventana. ¿Qué podía hacer ahora? Bajar a recuperar el diario, eso desde luego, pero ¿es que iba a pasar el resto de su vida pensando en Margaret, encarcelado en un torbellino de lamentos y soledad, compadeciéndose de sí mismo miserablemente? Sí, bueno, no era mala idea, pero tal vez hubiera otras soluciones… Rápidamente se abalanzó sobre el teléfono y comenzó a marcar. Colgó cuando se dio cuenta de que había pulsado cincuenta números y no estaba logrando nada. El desasosiego se apoderaba de Herbert como un depredador de una presa fácil e indefensa. Las paredes de su cuarto lo cercaban y el pasillo de su apartamento se volvía laberíntico por momentos. Por fin, en un rapto de decisión surgido de algún bolsillo de su camisa, salió de su casa. En su atormentado espíritu había nacido una chispa de determinación que le hizo precipitarse a la calle, poniéndose su anorak en pleno verano, avanzar sin titubeos en busca de su destino, recomponer su orgullito quebrado, y sin volver la vista atrás, tomar las riendas de su agitada existencia.
Dieron las seis en punto cuando Herbert abrió la puerta de la peluquería.
Carlos Varela
3.217 – Atlántida
Durante el verano de 1932, mientras nadaba en los bajíos de la isla de Nantucket, fui engullido por una monstruosa ola que me arrastró, inconsciente, hasta el fondo del océano. Desperté en una ciudad submarina, contenida dentro de una gigantesca bóveda de material traslúcido. Sus habitantes eran todos rubios y vestían finísimas dalmáticas de seda. Contemplé con admiración los hermosos edificios, los templos cuyas cúpulas eran de oro puro, los acueductos que medían un millar de pies de altura. Una estatua parlante me habló —en mi propio idioma— de aquella sociedad. Relató que sus miembros vivían en perfecta armonía, y que no existían entre ellos la envidia, la venganza, la violencia ni los celos. En cuarenta siglos, jamás habían conocido la guerra; ni siquiera un simple altercado. Poco después, fui milagrosamente devuelto a la superficie, a la costa de Nantucket. La primera persona que encontré en la playa fue a Wesley, el hijo de la maestra, quien estaba recogiendo mejillones. Cuando le referí los prodigios de que acababa de ser testigo, escupió de medio lado y se limitó a decir: «Eres un ingenuo por creer todo lo que te contó esa estatua, Arnie. Seguro que ahí abajo tendrán también sus problemillas».
Manuel Moyano
Después de Troya. Ed. Menoscuarto.2015
3.043 – Parábola de los dos ejércitos
El sastre del Rey concibió el ardid de vestir a sus soldados con la misma indumentaria que empleaban las tropas enemigas. llegada la batalla, el desconcierto fue general: ningún arquero se atrevía a disparar sus flechas por temor a matar a alguno de sus compañeros; cuando ambos ejércitos chocaron, nadie osó desenvainar su espada. Finalmente, la contienda se saldó sin una sola baja. Muy irritado por este hecho, el Rey Enemigo ordenó que todos sus hombres acudieran al día siguiente al campo de batalla con la cara tiznada de hollín: de este modo, podrían fácilmente reconocerse entre sí y distinguirse de sus contrincantes. Sin embargo, nada más amanecer, el cielo descargó un fenomenal chaparrón que lavó sus rostros: tampoco esta vez hubo bajas. Tras montar en cólera, el Rey Enemigo resolvió que sus soldados lucharan desnudos. Como era invierno, el frío paralizó sus miembros y, desprovistos de toda protección, sucumbieron fácilmente. El Rey Enemigo perdió su reino. Esta antigua historia, extraída del Libro de los Monarcas de Erúnide (c. 1020), esconde sin duda alguna moraleja, pero hasta hoy nadie ha sabido desentrañarla.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
3.040 – Chuang Tzu
Soñé que me convertía en una silla y que me veía obligado a soportar durante todo el día el peso de una enorme señora haciendo calceta. Cuando desperté me dolía muchísimo la espalda, y no hubiera sabido decir si era un hombre que había soñado ser una silla o, por el contrario, una silla que ahora soñaba ser un hombre.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.824 – Hui
En aquel tiempo, todo cuanto era bello, grandioso o admirable en nuestra nación fue rebautizado con el nombre del tirano. La cima más alta pasó a llamarse Monte Hui. La capital del reino se llamó Ciudad de Hui. La corriente más caudalosa, Río Hui. El puente más largo, Puente Hui. El principal día festivo del calendario se conoció también como Día de Hui. Cuando al fin murió el tirano, todas estas cosas recuperaron sus antiguos nombres, y él y su memoria fueron borrados para siempre de nuestros libros de historia. Hoy nadie sabe quién fue Hui. Ni siquiera en estas líneas se le cita por su verdadero nombre.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.745 – Hipótesis de Borel
Después de incontables generaciones de monos golpeando teclas al azar durante miles de años, uno de ellos consigue por fin escribir El rey Lear. Hace tanto tiempo, sin embargo, que el idioma inglés fue completamente olvidado, que los sucesores del experimento no encuentran lógica alguna en aquel mazo de papeles y lo arrojan sin vacilar a la trituradora.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
2.731 – Maternidad *
Una noche lo vi. Amorfo, traslúcido, babeante, del tamaño de un perro. No tenía patas. Se arrastraba por las baldosas del cuarto de baño igual que una gigantesca lombriz o, mejor, como un espécimen colosal de ameba. Traté de ahuyentarlo con el palo de la fregona, pero éste se hundía en su carne fofa y transparente, sin que mis golpes parecieran hacerle el menor efecto. Madre me oyó gritar. Entró de repente con una garrafa amarilla en la mano y dijo: «Sólo los mata la lejía». Cuando lo roció con ella, el ser cambió de color y empezó a retorcerse violentamente. A duras penas logró elevar su cuerpo bamboleante hasta el borde de la taza del retrete e introducirse de nuevo por él. Madre tiró de la cadena. En ese momento, mientras recibía sus miradas de reproche, comprendí por qué siempre insistía tanto en que dejáramos la tapa del váter bajada.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
* A Fernando Iwasaki
2.712 – Otelo*
No podía tolerar que mi esposa acudiera todos los domingos a verle y que le susurrara cosas al oído, cuando a mí ya ni siquiera me dirigía la palabra. Admito que él era más joven y más delgado que yo: cómo iba a ignorarlo, si tenía la desfachatez de pasarse todo el día semidesnudo, exhibiendo su magro torso. Una mañana no pude resistir más tanta provocación y me acerqué al templo. A ella le descerrajé un tiro en el entrecejo. A él lo descolgué del crucifijo y lo hice astillas contra el suelo.