No tengo nada contra usted, se lo aseguro. He frecuentado a muchos como usted, me he encariñado con algunos, y ellos me han acompañado a lo largo de la vida. Si le restrinjo el acceso a mis escritos no es por hostilidad, sino más bien para no fatigarlo, para que después no se me acuse de abuso o de falta de consideración. Es cierto que en mi juventud recurría mucho más que ahora a sus servicios. Pero la vida me ha enseñado que para mí su utilidad, perdóneme que se lo diga, no depende de que esté siempre dando vueltas a mi alrededor, sino de un factor que podemos llamar eficacia. Con esto no quiero ofenderlo ni hacerlo a menos: mi respeto por usted es absoluto. Podemos decir que lo considero indispensable, pero en dosis moderadas. Un gran poeta dijo que usted, cuando no da vida, mata. Y yo no quiero que me mate ni que mate mis textos, señor adjetivo.
Categoría: David Lagmanovich
3.587 – Residencias
Cuando llegó a la mayoría de edad, el poeta se mudó de la mansión familiar sobre la avenida T. S. Eliot a una casita modesta en la calle Pablo Neruda casi esquina Miguel Hernández, es decir, frente a la plazoleta La Pasionaria. Allí vivió largos años dichosos, mantenido por sus padres mientras escribía cantos de protesta contra la intervención estadounidense en diversos países. También militaba en otras causas nobles, generalmente africanas. A consecuencia del affaire Heberto Padilla comenzó a apartarse de sus primeras convicciones, por lo cual creyó conveniente mudarse a un piso de clase media en el paseo Paul Claudel. Después de varios cambios de gobierno que le acarrearon merecidas condecoraciones, un gobernador locuaz le ofreció la Secretaría de Cultura de su provincia. Pensó entonces que su residencia no estaría a la altura de sus nuevas obligaciones, por lo cual decidió adquirir un departamento en el Bulevar Marítimo José María Pemán, con sauna propia y piscina en la terraza. Allí, les confió a sus amigos, comenzaría para él una nueva etapa de felicidad.
David Lagmanovich
3.460 – Habla Aldonza
Señora mía Dulcinea, os digo que no. Jamás, ni siquiera en sueños, osaría ocupar el lugar de Su Señoría. El lugar reservado para la egregia dama del Toboso por el caballero a quien llaman Don Quijote. Una pobre aldeana ¿se atrevería a competir con dama tan encumbrada? Lo que el caballero dice es cosa de sueños, imaginaciones de un seso trastornado por lo que llaman poesía. Mi mundo, señora, es mucho más humilde; bien sé que las damas y caballeros lo desprecian. En este mundo mío me tocó entretener a mi vecino, el hidalgo Alonso Quijano, quien en las noches solía allegarse a mi lecho para hacer conmigo su voluntad, como los hombres suelen. De esos amores —si amores fueron— nació mi niño, a quien trato de criar en el amor de su madre y el temor de Dios. ¿Advierte vuesa merced cuán diferentes son nuestras circunstancias? Yo nada sé de mundos de caballerías. He sido la barragana de un hidalgo; nunca fui la figura espléndida de un sueño. Ahora don Alonso usa otro nombre, el nombre que a sus imaginaciones conviene. Quién sabe si no me desea todavía, en sus noches célibes y desaforadas, cuando el alba le quita los deseos de soñar.
David Lagmanovich
El límite de la palabra. Ed. Menoscuarto – 2007
3.441 – El teniente me dijo
El teniente me dijo que yo era un negro roñoso. Le contesté negro sí, no lo niego, pero yo me aseo todos los días, mi teniente. El teniente me dijo que me había desacatado y me condenó a tres días de calabozo. Cuando salí, el teniente me volvió a decir lo de negro roñoso y no contesté nada. Después el teniente me dijo algo sobre mi hermana, que había venido del interior a visitarme. Le pedí con todo respeto que no hablara así de mi hermana. FA teniente me dijo entre risas que él me hablaba como quería, y que ya éramos cuñados. Entonces sentí en la mano el fierro que llaman arma reglamentaria y apreté el gatillo. El teniente no volverá a decir nada nunca más.
David Lagmanovich
El límite de la palabra. Ed. Menoscuarto – 2007
3.242 – Laberinto
Apenas entró en el laberinto se sumergió en las tinieblas. Tonto de mí, pensó, además del ovillo debía haber traído una antorcha, cualquier fuente de luz. Pero ya estaba dentro: esperó que sus ojos se acostumbraran un poco a la oscuridad y avanzó tanteando las paredes. Iba dejando caer el tosco hilo del ovillo y temía que se le acabara, impidiéndole regresar. En más de una ocasión dudó en la intersección de dos pasajes, y varias veces rehizo sus pasos por haber tomado el camino equivocado. A medida que avanzaba, sin embargo, crecía su confianza: lo encontraré, pensaba, esta vez no se me escapará. ¿Qué haría ella, mientras tanto, allá arriba, casi en otro mundo? Después de un tiempo que le pareció infinito comenzó a advertir, no todavía la luz, sino una suerte de adelgazamiento de la oscuridad. Se movió con más facilidad en el tramo final. En el extremo del último pasillo vio una puerta o, más bien, una abertura en la que titilaba una luz temblorosa. Allí estaba el ser que buscaba: inmóvil, sentado de espaldas a la abertura en el muro, concentrado en la serie bélica que mostraba la pantalla del televisor.
David Lagmanovich
Después de Troya. Ed. Menoscuarto.2015
3.210 – Sirenas emigrantes
De su isla maravillosa las sirenas emigraron a la ciudad, donde los hombres no comprendieron su naturaleza mágica. Por eso dieron su nombre al ulular inmisericordioso de los coches policiales, mensajeros de todas las desgracias. Las verdaderas sirenas, que en pro de la convivencia entre minorías ya habían eliminado sus colas de pez, quisieron evitar ser delatadas por su canto. Desde entonces se mantienen silenciosas, viven en casas de departamentos y aportan a la Seguridad Social.
David Lagmanovich
Después de Troya. Ed. Menoscuarto.2015
2.811 – La primera palabra
Vaciló al escribir el comienzo. Trazó la primera palabra, que resultó ser «En», pero luego dudó. ¿Dónde ubicar la acción? Mientras pensaba, la tinta se había secado en la punta de la pluma. La miró un rato y se le ocurrió una idea: ¿por qué no aquí mismo, en esta tierra árida, en esta amada sequedad? Mojó nuevamente la pluma y prosiguió: «un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…».
David Lagmanovich
Los cuatro elementos. Ed Menoscuarto. 2007
2.774 – Marte el martes
El martes ocurrirá un cambio importante, decía el horóscopo del periódico. Marte ejercerá su ascendente sobre Cáncer y esa conjunción traerá efectos desastrosos para la armonía de la pareja, el éxito en los negocios y el control del colesterol. No había consejos para revertir la situación; quizá la amenaza había superado al redactor. José, fiel lector de esas columnas, estaba asustado. Al llegar el domingo advirtió que no estaría en condiciones de trabajar mientras no pasara el día fatal. El lunes dio parte de enfermo, ante la sorpresa de su mujer, que creía en la quiromancia pero no en la astrología. El martes salió como si se dirigiera a la oficina, pero tomó un tren al Tigre y pasó gran parte del día caminando por lugares próximos a la ribera. Los lugareños comentaron más tarde que pocas veces se había visto un tornado tan violento allí, a orillas del agua. También dijeron que habían visto a un hombre que caminaba cerca del río, pero que no se volvió a saber de él.
David Lagmanovich
Los cuatro elementos. Ed. Menoscuarto.2007
2.235 – La primera palabra
Vaciló al escribir el comienzo. Trazó la primera palabra, que resultó ser «En», pero luego dudó. ¿Dónde ubicar la acción? Mientras pensaba, la tinta se había secado en la punta de la pluma. La miró un rato y se le ocurrió una idea: ¿por qué no aquí mismo, en esta tierra árida, en esta amada sequedad? Mojó nuevamente la pluma y prosiguió: «un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…».
David Lagmanovich
Los cuatro elementos. Ed Menoscuarto. 2007
2.128 – Los tres mercaderes
Venían de tierras lejanas y se sentían extraviados en Judea, no por desconocer el camino, sino por la extrañeza que les producían las gentes y el paisaje. El ambiente natural, tan inhóspito; los hombres de la región, tan primitivos y supersticiosos. Los tres mercaderes se habían desviado de la ruta habitual porque en ese pueblo insignificante trabajaba un carpintero que labraba muy buenos muebles y podría interesarse en las riquísimas maderas que iban a ofrecerle. A la entrada del pueblo, bajo un techado semejante al de un establo, advirtieron el alboroto que causaba un grupo de pastores. Curiosos, detuvieron sus camellos y se aproximaron. Por cortesía, cuando vieron los aspavientos de los pastores, se inclinaron reverentes ante la parturienta y su hijito recién nacido, suponiendo que ésos eran los modales de los lugareños en casos semejantes. Así nació la leyenda que los transformó en reyes orientales, venidos expresamente a rendir homenaje a aquel niño cuyo nombre no alcanzaron a conocer.