Era adicto al árbol. Nadie ha amado tanto a un árbol como este joven amaba al jacarandá, que una vez al año teñía de violeta indefinido, quizá lila (color de la añoranza, solía decir), el parque al que siempre, de par en par, se abría el balcón de su alcoba:
—También la tarde es violeta, y los pájaros, y el rocío, y la gente que pasa, y mis manos,¡mirad mis manos! -y las enseñaba a cuantos convivían con él.
Fue un siquiatra, enemigo de la poesía, el que desaconsejó la relación del muchacho y el árbol: Una relación -dijo- viciosa. Y el jacarandá fue podado, mutilado de una manera atroz. Mas esa primavera, sus flores fueron de un azul decidido, y también las mariposas que revoloteaban a su alrededor, y los gestos de sorpresa ante su hermosura, y la luz que invadía la casa. Y, a diferencia del daltónico, incapaz de entenderse con los colores, para él todo fue azul.
Molesto el siquiatra por su fracaso, dispuso, subiéndose en una silla para subrayar su poder, que el muchacho fuera llevado a otra habitación, la última, aquella a la que van a dar todos los pasillos, un lugar sin ventana, sin paisaje, sin atardeceres ni árboles. Allí se le oía suspirar y decir palabras ininteligibles que todos supimos de inmediato se trataban de poemas de amor a su árbol. Sólo cesaba la angustia cuando de noche la niña de la casa, con pasitos cortos y la melena suelta le llevaba ramas del jacarandá. Entonces él se dormía y soñaba unas veces que acariciaba el jacarandá, otras que besaba a aquella muchacha única, y las más de las veces que un siquiatra soberbio le perseguía.
Categoría: Rafael Pérez Estrada
3.523 – Las manos
Fue en un instante de decidida obsesión por el mar cuando sus manos, libres al fin de su voluntad limitadora, decidieron alzar el vuelo. Desde siempre, había advertido cierta rebeldía en sus manos. A veces, en los momentos de mayor austeridad, se movían enloquecidas parodiando el vuelo de una gaviota o el planear dichoso de un vencejo. Cuando esto ocurría debía ocultarlas en los bolsillos de los pantalones acampanados que le gustaba usar. Pero aquella tarde también él tenía deseos de elevarse, de huir de sí mismo en busca de las grandes alturas; y las dejó hacer. Primero, temblaron como si fueran novicias en esto de aletear. Después, vibraron enérgicamente, y al fin, sin dolor, se desprendieron de las muñecas, y tras revolotear en torno a su cabeza se fueron distanciando de él hasta perderse en la línea imprecisa de un horizonte indiferente.
Ni por un instante se sintió mutilado y triste por la pérdida de unas manos que, aun incordiantes, le habían servido desde siempre. Su fantasía pudo más; por ello pensó en cómo se las apañarían en el aire, si serían o no felices, y si alguna vez -ya sólo aves- hallarían parejas. Únicamente, al hacer un gesto, un intento de llevarlas al bolsillo, sintió un vacío muy especial:
—Esto debe ser -se dijo- el dolor de ausencia.
Y siguió caminando.
Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011
3.510 – Ante el espejo
—¡No lo haga! –le supliqué. Pero ella, decidida y envuelta en los encantos de su juventud, avanzó sin ni siquiera oírme. Supe que estaba resuelta, que nadie la apartaría de un destino fatal. Y continuó, muy deprisa, hasta hallarse frente a sí misma en el espejo. No, no se miró, ni dudó. Se lanzó, dando un salto magnífico (la envidia de un campeón) a la superficie helada del cristal; y yo me limité, lágrimas en los ojos, a apagar la luz de aquella habitación estúpida–: Nunca más –grité– habrá luces y fulgores en la tenebrosa luna de este espejo.
Y salí, dejando en la oscuridad para siempre a aquel monstruo, aquel falso río seductor y terrible. Estaba seguro, tarde o temprano un espejo muere en la oscuridad.
Días más tarde –lo supe por la prensa– su cuerpo fue encontrado en la luna de otro espejo distante, en una pequeña ciudad de provincias que ni ella ni yo habíamos visitado nunca, y en la habitación de un joven huidizo y romántico. Y también supe que un forense muy hábil, al descubrir las huellas secretas de su muerte, quedó atónito ante el refulgir de plata de sus vísceras.
Rafael Pérez Estrada
Más por menos. Sial Ediciones.2011
3.355 – Homenaje a un poeta latino
De niña, sostuvo la agonía de un pájaro en su mano.
Muerta el ave, en los dedos siguió sintiendo el corazón del animal en el alado unirse con la nada.
Algunas tardes, en las luces más tenues de la ancianidad (aquellas que ni siquiera trazan sombras), abría las ventanas esperando un vuelo inalcanzable.
Rafael Pérez Estrada
(Los Oficios del Sueño, 1992)
3.343 – La guerra de los sueños
Con los ojos cerrados daba la impresión de ser un muerto en su nave infinita, pero había algo en su faz que invitaba al diálogo: «Qué haces» —me atreví a preguntarle. Y fue grande mi sorpresa cuando, con un tono afanoso en la voz, me dijo: «Estoy construyendo un sueño: el Rey soñará conmigo, y quiero que me encuentre en un sueño digno de él». Y me gustó, debo reconocerlo, la lealtad de aquel soldado.
Días más tarde lo hallé taciturno y pobre: «¿Has caído —inquirí— en desgracia con tu soberano?». «Oh, no —respondió—, el Rey fue generoso, y ambos soñamos una espada de plata, un yelmo de cristal y un halcón silencioso. Después —continuó— el Rey soñó un país sin fronteras, y yo era parte de su sueño, su mano derecha, su cólera y su venganza. Mas el enemigo de mi Señor, aquel que espía sus noches y codicia sus despojos, conocedor de todo esto, soñó también conmigo, y torció mi fortuna. Hoy, el Rey exige validos insomnes y guerreros desvelados, y ahora mis visiones son parte del exilio, un desierto que empieza en la noche y no sabe de amaneceres».
Rafael Pérez Estrada
Antología del microrelato español (1906-2011). Ed. Catedra.2012
3.227 – Con el ángel…
3.167 – En el centro de la calle…
3.161 – El filósofo…
3.147 – Crónica de la desesperanza
Al amanecer, acogidos a la bruma del amanecer, bajaban en fila desde la vieja casa de los locos, una loma cercada de tedio y gaviotas. A nadie miraban. Sólo la obsesión del mar dirigía sus pasos. Ya en la playa, impresionaba verlos como canes rabiosos lamer la espuma de las olas. Allí permanecían hasta que eran apartados brutalmente del mar.
Nada dije. Sabía que el Niño Explicativo me daría la razón de todo aquello. En la distancia lo reconocí. Parecía indiferente a la escena y a sus propias palabras: Sólo el agua de mar -dijo- los mantiene locos y azules, más allá incluso de la muerte.
Rafael Pérez Estrada
3.029 – Homenaje a un poeta andaluz
Después de la muerte del Poeta, el grito se sostuvo en el aire, y poco a poco fue cambiando su naturaleza de grito hasta convertirse en una nube terrible y amenazante. Y fue imposible hacerle descargar su furia y su odio. Se mantenía en lo alto como una masa de piedra que esperase la mano de un artista y el prodigioso esfuerzo de las palabras. Algunos aseguran que la nube llovió sangre durante treinta días, y no hubo alba, ni rosas, ni blanco en los jardines. Días ciertamente oscuros -dicen otros-, pues el espesor de aquel suceso impedía que la luna iluminase el perfil de tarjeta de la ciudad. El General, más optimista, apuntó desde el Palacio Arabe su batería de acero contra la nube intensa, y un chaparrón de esquirlas de mármol nunca visto granizó indivisible sobre las viejas cenizas de la ciudad del odio. Y como ningún milagro, ningún vuelo, ni siquiera la brisa, se sostienen durante mucho tiempo de pie sobre lo azul, el grito volvió a silbar entre alcaicerías y plazas del olvido, ya sólo como grito, como línea infinita o puntos suspensivos infinitos. Aún hoy, pasados muchos años, el grito cruza el Sur con su eco de balas.