Disfrazados de operarios de telecomunicaciones -rollos de cables y caja de herramientas- llegaron a la puerta del departamento.
-Venimos a verificar cómo anda su teléfono.
-Era tiempo. Entren -dijo la esbelta anciana con la más inocente disposición de ánimo. Su esposo dormitaba en su sillón de paralítico. Dos canarios gorjeaban en su jaula en un rincón del living room.
Cuando, ya adentro, uno de los asaltantes puso el cerrojo en la puerta, la desesperada intuición de la mujer no tuvo tiempo de explotar. Un manotón velludo le tapó la boca y dos brazos robustos le trabaron todo movimiento, arrastrándola hacia el lecho conyugal. El esposo despertó sobresaltado por el bullicio. Quiso gritar a su vez; pero un golpe feroz con una barreta de hierro quebró su voz en el acto. Y un tramo de cinta emplástica cruzó la mueca atroz borrándola para siempre.
Sujetos de pies y manos con cables, la búsqueda de joyas y dinero fue una tarea cómoda y prolija. Los tres jóvenes revolvieron todos los muebles y vaciaron vasos y floreros en donde la astucia suele esconderlos o disimularlos.
El botín era escaso.
De improviso, con ademanes de holgorio, el menor señaló bajo un cuadro el orificio de una caja de seguridad embutida en la pared. Corrió a la cama y alzando su navaja sevillana en inminente amenaza, arrancó la mordaza:
-Diga dónde está la llave de la caja o la mato.
La anciana, semiinconsciente, no pudo articular palabra. Un par de cachetadas la despabilaron.
-Diga dónde está la llave de la caja o la mato -vociferó de nuevo, broncamente.
-Es …tá… den …tro… la… jau…la… ¡A…se…si…no!…
-¿Asesino, yo? Ahora tenés razón, y sañudamente cayó el rayo mortífero de la navaja en su pecho.
Despojado todo el caudal, ya tomadas las previsiones de la fuga antes de sacarse los guantes, el menor llevó la jaula a la ventana de un patio interior y soltó los canarios.
-Hiciste bien, pibe.
-¡Vamos, escabullámonos!
En el horror del crimen fue el rasgo que rubrica la ternura de los monstruos.
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967 – Hay solamente una
Anoche vino otro fantasma y ella se puso a examinar sus huellas sutiles: pelusas de niebla, uñitas de alas de zancudo, cabellos minúsculos deshaciéndose en el aire, como pompones de diente de león. Ella descifró sus andares de osezno sobre la tenue pátina de polvo y descubrió los surcos de musgo que sus deditos de nieve dejaron en la superficie satinada de los álbumes. Pero no era su olor. No era su fantasma. Si hubiera sido él ella lo habría sabido, porque las madres siempre reconocen a sus hijos.
Fernando Iwasaki
Ajuar funerario.Ed Páginas de espuma. 2009
966 – Los novios
Veinticinco años de noviazgo eran muchos años. Así lo estimaban los dos, es decir, el novio y la novia. Sólo tenían una alternativa: casarse o separarse. Probaron la separación. Imposible. Ella prorrumpió en llanto al doblar la esquina, ante el asombro de los peatones. Él la llamó por teléfono ansiosamente por la noche a su casa, jurándole que no podía vivir sin ella. Decidieron casarse. La noticia conmovió a la madre de la novia. Lloró, sollozó sin tregua ni pausa. «Mi hija, mi pobre hija -decía-, casarse así… tan de repente».
Alonso Ibarrola
No se puede decir impunemente ‘Te quiero’ en Venecia.Visión Libros. 2010
965 – Falta de calcio
964 – Fanático (Diccionario del diablo)
963 – La incrédula
Sin mi mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.
-Lo sé -respondió-, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria.
Edmundo Valadés
962 – El salto cualitativo
961 – Disparos
Los hombres salen del salón y se enfrentan en la calle polvorienta, bajo el sol pesado, sus manos muy cerca de las pistoleras. En el velocisimo intante de las armas, la cámara retrocede para mostrar el equipo de filmación, pero ya es tarde: uno de los disparos ha alcanzado a uno de los espectadores que muere silencioso en su butaca.
Ana María Shua
960 – Fachas
Contó con pelos y señales cómo lo habían atado a un palo y cómo la multitud lanzaba piedras y más piedras contra él. Una de ellas le alcanzó en el rostro y ya no sintió nada.
Debieron ser muchos, me confesó algunos años después. Treinta millones de piedras no las tiran sólo cuatro idiotas.
Manuel Moya
959 – Búsqueda
Ella andaba siempre de aquí para allá, preguntando por alguien a quien nadie conocía. Hasta que un avispado paseante le dio pelos y señales del lugar donde encontrar a quien buscaba. Entonces supo que aquel ser monstruoso, producto de su imaginación, se había hecho realidad. Tenía nombre y apellido. Esperaba en una concreta dirección de la ciudad a que ella, inevitablemente condenada, llamara a su puerta.