Julio César Puppo, llamado El Hachero, y Alfredo Gravina, se encontraron al anochecer, en un café del barrio de Villa Dolores. Así, por casualidad, descubrieron que eran vecinos:
—Tan cerquita y sin saberlo.
Se ofrecieron una copa, y otra.
—Se te ve muy bien.
—No te vayas a creer.
Y pasaron unas pocas horas y unas muchas copas hablando del tiempo loco y de lo cara que está la vida, de los amigos perdidos y los lugares que ya no están, memorias de los años mozos:
—¿Te acordás?
—Si me acordaré.
Cuando por fin el café cerró sus puertas, Gravina acompañó al Hachero hasta la puerta de su casa. Pero después el Hachero quiso retribuir:
—Te acompaño.
—No te molestes.
—Faltaba más.
Y en ese vaivén se pasaron toda la noche. A veces se detenían, a causa de algún súbito recuerdo o porque la estabilidad dejaba bastante que desear, pero en seguida volvían al ir y venir de esquina a esquina, de la casa de uno a la casa del otro, de una a otra puerta, como traídos y llevados por un péndulo invisible, queriéndose sin decirlo y abrazándose sin tocarse.