Si no hubiera cruzado el paso de cebra con el semáforo en rojo no habría girado por esa calle justo en el momento en el que la señora se puso a gritar como una loca y el chico de las bermudas azules echó a correr con el bolso mientras el guarda jurado del banco de la esquina sacaba su arma reglamentaria, le daba el alto y disparaba al aire primero y, maldita puntería, al frente después, de modo que la segunda bala esquivó a los transeúntes, rebotó contra el buzón de correos y, sin que afectara a órganos vitales ni hubiera que lamentar mayores desgracias, fue a alojárseme de refilón en la pantorrilla.