¿Era válida, resultaba moralmente lícita aquella manera que tenía el Coronel P de divertirse con los prisioneros? Cierto era que los días resultaban eternos en aquel páramo, donde el sol apretaba sin piedad, que el Coronel P se aburría en extremo y deploraba el hecho de que en la capital no se ocuparan de su anhelado traslado (el día que lo solicitó besó la carta, antes de enviarla) y que tampoco la vida de aquellos reclusos tenía gran importancia… pero hay bromas que pasan de la raya. Por ejemplo, el fusilamiento «acuático». Llamado así por el Coronel P. El primero que soportó la broma se murió del susto. Todo consistía en sacar de la celda a un prisionero escogido al azar, colocarlo en el paredón frente a un pelotón de ejecución, vendarle los ojos para que no viera el truco y gritar «¡Agua!», en lugar de «Fuego». De los fusiles no salían balas, ni tan siquiera perdigones, sino sendos chorritos de agua, al igual que en ciertas pistolas de juguete. La broma dejó de ser tal cuando, con su repetición, harto numerosa, los reclusos se enteraron y dejaron de asustarse. Lo malo fue cuando el Coronel P, dispuesto a seguir la broma hasta el final, gritó «fuego» un día y los fusiles vomitaron balas. El desgraciado recluso, que se sintió más listo y bromista que el propio Coronel P, murió en traje de baño, con los ojos redondos como platos, víctima de la sorpresa…