Distinguido señor Nobel:
Solicito humildemente que me sea concedido el premio que lleva su nombre.
Mis motivos son los siguientes:
Trabajo como contable en una oficina estatal y, en el ejercicio de mis funciones, he escrito unos cuantos libros, a saber: el Libro de entradas y salidas, el Libro de balances y el Libro mayor. Además, en colaboración con el almacenero, he escrito una novela fantástica titulada Inventario.
Creo que le gustarían porque son libros escritos con imaginación y tienen mucha gracia (son auténticas sátiras). Si deseara leerlos, podría prestárselos, aunque por poco tiempo, porque están muy solicitados. Quien tiene más interés es el inspector de Hacienda, ya puedo oír su voz en el despacho de al lado.
Hablando del inspector, preveo que tendré ciertos gastos porque me temo que los libros no van a ser de su agrado. Precisamente le escribo a usted esta carta para que el premio me permita sufragarlos. Por favor, mande el giro a mi domicilio. Dejaré una autorización a nombre de mi mujer, por si yo no estuviera ya en casa el día que venga el cartero. En tal caso, el dinero servirá para pagar al abogado o… Espere un momento, señor Nobel, acaba de entrar el inspector.
Ya se ha marchado. ¿Sabe qué le digo, señor Nobel? Mándeme mejor dos premios. No tiene usted idea de cómo se han disparado los precios.
3.714 – El imán
Hablábamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola: Había una vez un imán en el vecindario y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería la visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras comenzaron a discutir el asunto y gradualmente el vago propósito se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor ir al día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada.
Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que ya hacía tiempo que le debían la visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin, prevalecieron las impacientes, y en un impulso terrible la comunidad entera gritó:
—Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos los lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.
Hesketh Pearson
3.713 – Los cerdos*
El primero que encontró el papel fue el barbero. Lo halló tirado sobre el alcor, cerca del viejo molino. Recogió la hoja, que el viento y la lluvia parecían haber respetado, y leyó los gruesos caracteres dibujados con caligrafía enérgica. De allí bajo, ya con forma de cerdo.
El hecho alarmó a la mujer del barbero, quien subió luego al alcor acompañada por su suegra. Encontraron el papel, lo leyeron y comenzaron a dar pequeños gruñidos: ¡Coin! ¡Coin! El maestro de la escuela se dio cuenta del asunto, y subió; también bajo corriendo y dando de gruñidos. Después fue el policía, quien llegó al pueblo con su gorra de uniforme trabada entre las grandes y peludas orejas. Más tarde, el carpintero, el molinero, la modista, el boticario, cuatro niños, once niñas, el inspector sanitario, etc. El último fue el cura, y su caso el más patético: la negra sotana no alcanzaba a cubrir la cola rizada, que flotaba como una bandera a medida que el animal corría por las calles de la aldea, perseguido ya por millares de cerdos. Apenas se salvaron unos cuantos campesinos viejos y analfabetos.
La hoja de papel amarillento quedó sobre el alcor. Funcionarios de la capital del Estado, delegados de la Universidad, científicos y periodistas extranjeros y curiosos de los pueblos vecinos, se mantienen a prudente distancia sin atreverse a leer el texto mágico. De vez en cuando lo hace algún desaprensivo, sin que los oficiales del ejército federal puedan impedirlo; entonces corre otro cerdo colina abajo, hasta llegar a las calles del pueblo, que es hoy una inmensa porqueriza.
Álvaro Menén Desleal
*A Julio Cortazar
3.712 – Una despedida
Parker no había muerto al día siguiente, septiembre 16, pero estaba muy dolorido. Ya no lo calmaba la morfina; no podía comer ni beber. Nos costó acomodarlo en la parte de atrás del camión. La bala, que lo atravesó de un lado a otro, le había destrozado el estómago. Afortunadamente el camino era bastante liso, de modo que el ajetreo del camión no era intolerable.
Había una luz muy clara y un sol radiante. Estábamos ahora en el desierto, no sin alguna mata o arbusto, pero demasiado lejos del agua, para el hombre y su ganado.
Bajo un arbusto vi una enorme hiena, dando vueltas y vueltas, como un perro antes de echarse a dormir; una hora después vi una pareja de órix. Las pesadas bestias, grandes como novillos, de pelaje blanco como la nieve y grandes cuernos curvos, pastaban en las matas de olor dulzón. Detuvimos el camión para mirarlos, porque ninguno de nosotros habíamos visto nunca animales así, ni volvimos a verlos. Lo ayudamos a Parker a incorporarse, para que él los viera también. Nos pareció importante que los viera antes de morir.
Vladimir Peniakoff
3.711 – Historia del joven celoso
Había una vez un hombre joven que estaba muy celoso de una joven muchacha bastante voluble.
Un día le dijo: «Tus ojos miran a todo el mundo». Entonces, le arrancó los ojos.
Después dijo: «Con tus manos puedes hacer gestos de invitación». Y le cortó las manos.
«Todavía puede hablar con otros», pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las pierias, «De este modo —se dijo— estaré más tranquilo».
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. «Ella es fea —pensaba—, pero al menos, será mía hasta la muerte».
Un día volvió a la casa y no encontró a la joven muchacha: ella había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
Henri Pierre Cami
3.710 – Microrrelatos (VII)
3.709 – Evidencias
3.708 – Un individuo humilde, modesto
¡He decidido dejar de ser pedante y engreído! ¡A partir de ahora, seré un individuo humilde, modesto, ya verán! ¡Seré el hombre más humilde y modesto del mundo; triunfaré en los principales torneos internacionales de modestia y humildad; accederé a los más altos estrados para exhibir mi nueva condición y nadie, pero nadie, será más humilde y modesto que yo: lo juro!
Armando José Sequera
3.707 – La Gioconda
Una vez en Barranquilla existió un hombre que dedicó su vida a estudiar el fenómeno de la sonrisa de la Gioconda.
Luego de muchos años de estudio e investigaciones, descubrió que Leonardo no pintó sobre el rostro de la mujer ninguna sonrisa. De su pincel surgió un rostro adusto con ojos del dulce color de las nubes del vino. Es el espectador quien al mirarla y quererla sonríe primero. Ella lo hace después.
Jairo Aníbal Niño
3.706 – No tengo nada contra usted
No tengo nada contra usted, se lo aseguro. He frecuentado a muchos como usted, me he encariñado con algunos, y ellos me han acompañado a lo largo de la vida. Si le restrinjo el acceso a mis escritos no es por hostilidad, sino más bien para no fatigarlo, para que después no se me acuse de abuso o de falta de consideración. Es cierto que en mi juventud recurría mucho más que ahora a sus servicios. Pero la vida me ha enseñado que para mí su utilidad, perdóneme que se lo diga, no depende de que esté siempre dando vueltas a mi alrededor, sino de un factor que podemos llamar eficacia. Con esto no quiero ofenderlo ni hacerlo a menos: mi respeto por usted es absoluto. Podemos decir que lo considero indispensable, pero en dosis moderadas. Un gran poeta dijo que usted, cuando no da vida, mata. Y yo no quiero que me mate ni que mate mis textos, señor adjetivo.