¿Como ocurrió?

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
     -En el principio -dijo-, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
 Pero yo había dejado de escribir.
     -¿Hace quince mil doscientos millones de años? -pregunté, incrédulo.
     -Exactamente -dijo-. Estoy inspirado.
     -No pongo en duda tu inspiración -aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)-. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
     -Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro -dijo, palmeándose la frente-, y procede de la más alta autoridad.
 Para entonces yo había dejado el estilete sobre la mesa.
     -¿Sabes cuál es el precio del papiro?- dije.
     -¿Qué?
 Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
     -Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabaran cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
 Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
     -¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
     -Mucho -puntualicé, si esperas llegar al gran público.
     -¿Qué te parecen cien años?
     -¿Qué te parecen seis días?
     -No puedes comprimir la Creación en sólo seis días -dijo, horrorizado.
     -Ése es todo el papiro de que dispongo -le aseguré-. Bien, ¿qué dices?
     -Oh, está bien -concedió, y empezó a dictar de nuevo-. En el principio…
     -¿De veras han de ser solo seis días, Aarón?
     – Seis días, Moisés -dije firmemente.

Isaac Asimov

La trama

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

 Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.

Jorge Luis Borges

La fe y las montañas

Al principio la fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía. La buena gente prefirió entonces abandonar la fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
Augusto Monterroso 

Historias de Cronopios y de famas

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortazar