A continuación viene un microrrelato pornográfico, por lo que os recomiendo que lo leáis como los ciegos, pasando suavemente las yemas de los dedos por cada línea, con los labios entreabiertos, que os detengáis unos instantes en la cavidad de una “o” y en las hendiduras de una “m”, que recorráis repetidamente con el tacto el mástil de las letras altas, que busquéis con atención en los espacios, en los silencios, sin los cuales no habría tensión ni vértigo, que no desdeñéis las conjunciones ni todas esas palabras supuestamente menos importantes pero imprescindibles para alcanzar el placer; que, sin embargo, al llegar a lo esencial, lo hagáis sin prisa pero con pasión, que no os importe el temblor de la mano ni que escape algún sonido incontrolado de vuestra boca, eso es, con el dedo ya casi horadando el papel, deseosos de llegar al final y también de demorarlo. Así. Así.
3.704 – Argumentación de un bandolero
Un bandolero refería en rueda de compinches: “Yo soy un hombre honesto, de palabra. Cierta vez use con una víctima la estúpida frase que nos atribuyen los literatos: “¿La bolsa o la vida?”. —La vida— me contestó el mocito—, valiente como el que más. Y tuve que quitársela. Luego, para respetar mi palabra, y ya que lo había dejado escoger entre la bolsa y la vida, deje al pie de su cadáver una cartera repleta de billetes: su bolsa.
Desde entonces, cuando trabajo interrogo así al candidato a interfecto: “¿La bolsa o la bolsa y la vida?”. Para dejar las cosas claras.
José María Méndez
3.703 – La princesa está triste
3.702 – El amor de mi vida
3.701 – Las voces del silencio
La energía atómica encadenada se ha desencadenado finalmente y ha destruido toda vida humana en el planeta. Solamente un habitante de un rascacielos de Chicago se ha salvado.
Después de haber comido y bebido lo que había en su nevera, visto y oído su biblioteca ideal, su museo imaginario y su discoteca real, desesperado de no verse morir, decide suprimirse y se arroja al vacío desde lo alto del piso cuarenta. En el momento en que pasa por delante del primer piso oye sonar el teléfono.
Kostas Axelos
3.700 – La brizna de paja, la brasa y la judía verde se van de viaje
Éranse una brizna de paja, una brasa y una judía verde que se unieron y quisieron hacer juntas un gran viaje. Ya habían recorrido muchas tierras cuando llegaron a un arroyo que no tenía puente y no podían cruzarlo. Al fin, la brizna de paja encontró la solución: se tendería sobre el arroyo entre las dos orillas y las otras pasarían por encima de ella, primero la brasa y luego la judía verde. La brasa empezó a cruzar despacio y a sus anchas; la judía verde la siguió a pasitos cortos. Pero cuando la brasa llegó a la mitad de la brizna de paja, ésta empezó a arder y se quemó. La brasa cayó al agua, hizo pssshhh… y se murió. A la brizna de paja, partida en dos trozos, se la llevó la corriente. La judía verde, que iba algo más atrás, se escurrió también y cayó, aunque pudo valerse un poco nadando. Al final, sin embargo, tuvo que tragar tanta agua que reventó y, en aquel estado, fue arrastrada hasta la orilla. Por suerte había allí sentado un sastre, que descansaba de su peregrinaje. Como tenía a mano aguja e hilo, la cosió y la dejó de nuevo entera. Desde entonces todas las judías verdes tienen una hebra.
Según otro relato, la primera que pasó sobre la brizna de paja fue la judía verde, que llegó sin dificultad al otro lado y observó cómo la brasa se iba acercando a ella desde la orilla opuesta. En mitad del agua quema a la brizna de paja, se cayó e hizo ¡psssssssssssshhhh…Al verlo, la judía verde se rió tanto que reventó. El sastre de la orilla la cosió y la dejó de nuevo entera, pero en ese momento sólo tenía hilo negro y por eso todas las judías verdes tienen una hebra negra.
Hermanos Grimm
3.699 – Luna
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y… alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces «tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
Enrique Anderson Imbert
3.698 – El diamante
Había una vez un diamante en la molleja de una gallina de plumaje miserable. Cumplía su misión de rueda de molino con resignada humildad. Le acompañaban piedras de hormiguero y dos o tres cuentas de vidrio.
Pronto se ganó una mala reputación a causa de su dureza. La piedra y el vidrio esquivaban cuidadosamente su roce. La gallina disfrutaba de admirables digestiones porque las facetas del diamante molían a la perfección sus alimentos. Cada vez más limpio y pulido, el solitario rodaba dentro de aquella cápsula espasmódica.
Un día le torcieron el cuello a la gallina de mísero plumaje. Lleno de esperanza, el diamante salió a la luz y se puso a brillar con todo el fuego de sus entrañas. Pero la fregona que destazaba la gallina lo dejó correr con todos sus reflejos al agua del sumidero, revuelto en frágiles inmundicias.
Juan José Arreola
3.697 – Revolución
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.