En la clase de primero de secundaria dedicada a normas de comportamiento, la profesora explica a los alumnos que deben ayudar a sus padres en las tareas diarias del hogar. Un alumno la interrumpe y dice que, de las tareas en su casa, se ocupa la sirvienta cuatro veces por semana. La profesora va a responder que no todo el mundo tiene sirvienta en casa, pero el chaval añade que, cuando su padre está enfermo, la sirvienta tarda en arreglar su cuarto más que de costumbre. Antes de que la profesora pueda cortar en seco las risas que provoca ese comentario, una niña afirma que, en su casa, la sirvienta también hace de canguro. Y que, después de acompañarla por la noche, su padre vuelve a casa cuando mamá ya está durmiendo. La profesora, entonces, levantando algo más la voz, se dispone a puntualizar que ése no es, en absoluto, el tema que acaba de plantear. Pero se le adelanta otra alumna para comentar que, la primera vez que papá acompañó a la canguro, volvió a casa con un ojo morado. Ello desata en clase un jolgorio incontenible. Y -ahora sí- perdiendo al fin los estribos para contestar al niño que baja la basura y saca el perro por las noches, la profesora le grita que se calle. Y que si quiere hablar, pida permiso como todo el mundo.
Pedro Herrero
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