Lo peor que pudo hacer el inmigrante fue ofrecer resistencia a la autoridad. Era normal que el hombre estuviera alterado, cuando una anciana lo denunció a la policía acusándolo de haberla agredido sexualmente a la puerta de su casa. Él pasaba cada día por allí, de regreso a su hogar, y no precisamente de buen humor por culpa de la falta de trabajo. Pero sin meterse con nadie, sin buscar problemas que le complicaran la existencia. Eso fue lo que debió decir a los de la patrulla de atestados antes de que le pusieran las esposas. Antes de que lo subieran a empujones al coche celular. Antes de que lo trasladaran a la comisaría del distrito para tomarle declaración. Antes de que lo golpearan con saña y lo metieran en una celda, a la espera de ponerlo a disposición judicial. Antes de que, al día siguiente, la señora retirase los cargos al no estar segura de que aquel individuo la hubiera molestado. Antes de que nadie le pidiera disculpas al dejarlo en libertad.
Hubiera estado bien que el inmigrante conservara la calma en el momento de su detención. Y no insultara a todo el mundo. Y no se enfrentara a las fuerzas del orden. Y no se diera a la fuga precipitadamente. Y no cayera de bruces tras un disparo de advertencia.
Pedro Herrero
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