A mis ex
Las palabras que dicen los enamorados están cargadas de una emoción que todo lo deforma y lo enturbia. Únicamente el silencio tiene la capacidad y la crueldad precisa de devolverles a la tierra.
Ella y yo nos hemos quedado callados, cogidas nuestras manos y fija la mirada en la del otro, unos pocos segundos después de habernos jurado amor eterno.
No hacía dos horas que nos conocíamos y ya cerrábamos el mundo en torno nuestro. Habíamos hablado sin parar desde el primer momento, chisposos, animados por no sé qué fuerza arrebatadora. Habíamos bailado tarareándonos al oído, de forma dulce y melodiosa, los sones de una canción que ya sería nuestra para siempre. Compartimos a lametones un helado de chocolate, sabor que, entre risas que sonaban a caricias, coincidimos en decir que era el que más nos gustaba a ambos. Perdimos el aliento de tantos besos que nos dimos. Casi mordiscos. Nos precipitamos haciendo planes de viajes exóticos a países imaginarios o a islas vírgenes que no salían en ningún mapa. Nos brillaron los ojos al descubrir que teníamos los mismos gustos para los estampados de la tela del sofá, que decidimos compraríamos para el piso que en breve compartiríamos, donde acordamos sin mayor trauma que criaríamos a dos hijos, chico y chica, cuyos nombres también salieron de forma espontánea y sin controversia.
Pero sin darnos cuenta han ido remitiendo los emocionados jadeos, hemos recompuesto el ritmo cardiaco y la cordura ha comenzado a llenar el vaso de un adiós que me resulta evidente. Todavía con las manos enlazadas pero ya en silencio, en mitad de una tarde que se acaba y sometidos a una brisa un tanto molesta, algo fría y bastante húmeda, me doy cuenta de que empieza a costarnos mantener las acarameladas miradas de hace un rato. Así que ella, un tanto turbada e incómoda, me ha soltado las manos y ha llamado a un taxi.
Raul Ariza
La suave piel de la anaconda – ed. Talentura – 2012