No se quieren ni mucho ni poco. Tampoco se quieren mal, ni se aburren a cariños. Parece que se gustan, eso sí, y por eso quedan para hacer el amor todos los jueves por la tarde.
Ella prefiere ponerse encima y llevar el ritmo con sus anchas caderas. Como intuye que a él le excita ver cómo se remueve el pelo y se lo enreda mientras follan, de vez en cuando lo hace, exagerando el gesto hasta lo histriónico. También se acaricia los pechos y llega a pellizcarse suavemente los pezones, mientras se muerde el labio inferior y mantiene cerrados los ojos. No suele abrirlos porque sabe que él la mira en todo momento, y le da una vergüenza atroz que pudieran cruzarse sus miradas.
Él se acuesta y, sin dejar de observar el más mínimo de sus gestos, la deja hacer hasta que ella acaba corriéndose. A lo más que se atreve, es a agarrarla de la cintura para en cada empellón arrimársela un poco más a su sexo. Un día se aventuró a darle un par de palmadas en las nalgas, pero como creyó ver un mohín de disgusto en ella, desde entonces no ha vuelto a improvisar nada más.
No hablan. Algún que otro gemido recíproco, pero nunca hablan, como si temieran que el sonido de las palabras quebrara la frágil consistencia de su extraña relación, tan falta de razones como llena de interrogantes.
Se conocieron hace casi un año, en el metro. A ella se le cayó el bolso y ambos se agacharon a la vez a recogerlo. En ese instante él se fijó en el escote de su blusa, ella lo advirtió, y el rubor les hizo sonreír a ambos. Uno de los dos, ya no recuerdan quién, propuso tomarse un café y, sin saber muy bien cómo ni por qué, acabaron metiéndose mano de forma desbocada en los baños de aquella cafetería. Desde entonces reservan una habitación en un pequeño y moderno hotel que queda a poco más de media hora del centro, todos los jueves por la tarde.
Raul Ariza
La suave piel de la anaconda – ed. Talentura – 2012