Cada domingo después del oficio, media docena de demonios, enanos y alborotadores, vuelan desde una de las muchas puertas del Infierno hasta la calle donde vive el padre Damián y lo esperan ansiosos delante de la puerta de su apartamento. A pesar de su avanzada edad, el sacerdote sube los sesenta y seis peldaños con energía juvenil, sujetando en una mano la bolsa con el almuerzo que le ha preparado doña Amparo, la mujer del sacristán, y con la otra, los negros bajos de la sotana.
Cuando llega al rellano, mira a los demonios de reojo, saca un tarrito con agua bendita y traza una frontera líquida en el umbral de la puerta. Los demonios escupen una retahíla de blasfemias en latín y se golpean entre ellos con saña, pero el padre Damián, que ya hace tiempo se conduce inmutable ante los desaires del Maligno, cierra la puerta altivo y se aplica religiosamente al condumio. Es una escena cotidiana, repetida después de cada misa dominical en los últimos veinte años.
En contra de la creencia popular, los demonios tienen una paciencia finita. Hartos de los desplantes semanales del viejo cura, acaban desistiendo del asedio y deciden marcharse para siempre en busca de otro ministro de la Iglesia más vulnerable. Con torpe revuelo de alas y cuernos desaparecen por el alto ventanuco que ilumina las escaleras.
Hace ya un mes que el rellano está vacío, mas el padre Damián sigue fiel cada semana a su rutina: llena su tarrito en la pila de agua bendita, recoge el almuerzo de manos de doña Amparo, recorre la poca distancia que media entre la parroquia y el portal y, balanceando la bolsa en una mano y sujetándose con la otra los negros bajos de la sotana, va subiendo hacia el rellano. Pero cómo suda y jadea ahora por esas escaleras de Dios.