¿Por qué me gusta hacerme el muerto? ¿Se trata de
una costumbre sádica, como lamentan los amigos o cónyuges más sensibles? ¿Por qué me fascina desde niño, y seguimos siendo niños, quedarme indefinidamente inmóvil, como una momia de mi propio futuro? ¿De dónde sale el agrio placer de asistir al cadáver que todavía no soy?
La explicación podría ser sencilla, y por tanto misteriosa.
Al ver el mundo mientras no miro nada, al seguir pensando sin proponerme pensar, al notar en mí, con poderosa certeza, la selva de las arterias y la montaña rusa de los nervios, no solo confirmo que sigo vivo, sino algo incluso más impresionante. Experimento la única, pequeña, posible forma de trascendencia. Sobrevivo a mí mismo. Me deshago de la muerte jugando.
Entra en casa mi hijo. Volveré a respirar.