‘Ahora vuelvo», dijo cierto día a sus padres y en diez años no supieron nada más de él. (Al día siguiente de su marcha descubrieron que se había llevado todo el dinero del arcón). Su novia guardaba la ausencia y esperaba vanamente una carta que jamás llegaría. Su padre, por el contrario, se sentaba todos los días, al atardecer, bajo la gran cruz del calvario, a la salida del pueblo y observaba con impaciencia y ansia el horizonte. Estaba firmemente convencido de que un día regresaría… Y así fue. Su silueta inconfundible comenzó a perfilarse y el padre no pudo por menos que exclamar: «¡Es él!». Acto seguido cogió una piedra del camino y se la arrojó con fuerza. El hijo, asombrado, se detuvo y logró esquivarla. Ante la segunda, que pasó rozando su cabeza, puso pies en polvorosa. «¡Sinvergüenza!», exclamó su padre, limpiándose con saliva las manos mientras observaba cómo se perdía de vista la figura de su hijo. La novia lloró cuando le contó lo sucedido. «No te preocupes, volverá…». Efectivamente volvió… diez años más tarde. Ya para entonces sus padres habían muerto y su novia se había casado y tenía cinco hijos.