1.883 – Elegía para un bandolero

gabriel-garcia-marquez-3  En la madrugada —quizá cuando ya la trompeta del arcángel había dado el toque de queda— alguien golpeó a las puertas del infierno. El portero de turno se apresuró a atender al trasnochado visitante y vio a un hombre joven, rubio, nervioso, con la dentadura montada en oro legítimo y los huesos montados en plomo de grueso calibre. Tal vez no dijo una palabra el recién llegado. Tal vez se quedó silencioso, jadeante, parado en el umbral eterno, aguardando la voz que le ordenase entrar. Debió pasar un siglo antes de que el portero, todavía con las imágenes del último sueño pegadas a los párpados y todavía sin reconocer al visitante, diera la orden de pasar adelante, de acuerdo con las más elementales normas de la cortesía infernal. Una vez adentro, el huésped desocupó sus bolsillos y colocó el contenido en la mesa de nogal que debe haber en la sala de recibo del infierno. Dos revólveres, ochenta cartuchos, setecientos pesos en efectivo y dos escapularios fue lo que alcanzó a distinguir el portero, medio asombrado, medio confundido y con el libro de actas abierto y listo para llenar los requisitos del registro. ¿El nombre del recién llegado? Marco Tulio Tafur Triana, alias “Lamparilla”. ¿Torero? No. Bandolero de profesión y criminal, por más señas. ¿Causa de la muerte? Muerte natural. ¿Natural? (el portero hizo un gesto que era a la vez de duda y de sospecha), ¿Por qué decía el visitante que había fallecido de muerte natural cuando tenía el cuerpo cosido de proyectiles? “Lamparilla”, eterno ya, transfigurado por el escabroso viaje metafísico, hizo la aclaración: “Para un hombre como yo, ocho proyectiles después de una reyerta es muerte natural, la más natural de todas las muertes. Una pulmonía o un ataque de apendicitis habría sido un epílogo artificial, completamente falso para un bandolero con dignidad”. Eso fue todo, antes de que el portero infernal, trasnochado y confundido, dijera al visitante, ocho siglos después de haber tocado a la puerta: “El caso sería sencillísimo, si no fuera por los escapularios”.

Gabriel García Márquez
(Diario El Heraldo, enero de 1950)

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