El hijo del lechero ha entrado en la farmacia. A la chica del mostrador le ha costado reconocerlo porque, aunque su cara es famosa en todo el barrio, hace tiempo que no le echaba la vista encima. Lo encuentra cambiado, desprovisto de aquella actitud beligerante con la que intimidaba a propios y extraños. Los pequeños surcos que agrietan sus sienes delatan que ha debido pasarlo mal en la cárcel. Ahora es otra persona, capaz incluso de inspirar confianza. Pero cuando deja oír su voz para pedir una caja de Tranxilium-Forte, la chica del mostrador nota el mismo estremecimiento que antaño la hacía sentir vulnerable, a expensas de lo que el destino le tuviera reservado. A más de un vecino ha oído comentar que el joven se ha reformado, que ha aprendido a respetar las normas elementales de convivencia. Ya no hay motivo para pensar que esconde oscuras intenciones; por más que ella se demora en atenderle, en comentar con detalle la posología recomendada para aquel medicamento, en preguntar -con una sonrisa en los labios- si necesita algo más… Todo es inútil: el hijo del lechero se guarda las cápsulas en el bolsillo, da el importe exacto y se despide deseando que pase un buen día.