Al despertarme, compruebo que el otro lado de la cama está vacío. Cuando no puede conciliar el sueño camina por las mañanas. Vuelve con el pelo graso y revuelto, y de ella mana un olor desagradable, pero siempre llega a tiempo de prepararme el desayuno.
-¡María! -grito.
Miro el despertador. Tarda más de lo habitual. El armario está intacto. Si me hubiera abandonado, se habría llevado algo de ropa. Tampoco ha cogido dinero de mi cartera. La llamo por teléfono y su móvil suena sobre la cómoda.
-No sé qué ponerme -digo-. ¡Cómo voy a ir a la oficina si no sé qué ponerme!
Las ocho en punto. No llegaré a mi hora. Recorro la habitación una y otra vez. En una ocasión golpeo la cama.
-¡Voy a llegar tarde!
Entonces escucho el sonido de la puerta de la calle y poco después aparece ella.
-Me he perdido -dice-. No sé qué me ha pasado, pero de pronto no sabía dónde estaba. Tampoco podía recordar mi nombre. He estado sentada en la acera como una niña, durante varios minutos, intentando recordar cómo me llamo.
Le señalo el despertador con el dedo.
-Llego tarde -le digo, con una calma que me sorprende.
-Te estoy diciendo que he perdido la memoria ¡No recordaba quién era, ni dónde estaba! Era como si nunca hubiera existido. No podía recordar absolutamente nada.
Me levanto y voy hacia ella hasta que mi cara queda a pocos centímetros de la suya.
-No he desayunado y tampoco sé qué ropa ponerme -le digo, apuntándola con el dedo-. Y tú me vienes con que has olvidado tu nombre. Pues bien, quiero que recuerdes que voy a llegar tarde al trabajo por primera vez en mi vida.
Se sienta en la cama y empieza a llorar.
-Podías ducharte -continúo-. Tienes el pelo grasiento y hueles a vinagre. Es un olor que me repugna. Pareces una salvaje.
Saca un pañuelo del bolsillo y se suena la nariz.
-Ya tengo bastante con tu aspecto y con tu olor como para tener que escuchar tus narices -añado-. ¡Compórtate como una mujer!
Se levanta y abre el armario. Saca uno de los trajes y lo tiende sobre la cama, luego extrae la muda de un cajón y la deja al lado. Los zapatos están debajo de la cama.
-No has limpiado los zapatos -le digo-. Tienen manchas aquí.
Ella los mira, va hacia la cocina, trae un paño con betún y quita las manchas. Mientras me visto prepara el desayuno. Me lo tomo a regañadientes.
-¡Voy a llegar tarde! -digo-. Que sea la última vez que me levanto y no estás en casa.
Al salir me doy el gusto de cerrar con un portazo. Es la primera vez que llego tarde en treinta años y ella llora porque ha olvidado quién es. Como si olvidarse de uno mismo fuera una tragedia.