A poco de haber muerto, recibí una encuesta en la que se me invitaba a expresar mi opinión sobre mi reciente experiencia como ser humano. Ya en vida, solía hacer caso omiso de ese tipo de reclamos, que siempre llegaban después de haber contratado noches de hotel o viajes de vacaciones. De manera que, una vez fallecido, con mi cuerpo en avanzado estado de descomposición, aún me apetecía menos. La encuesta (muy completa, como cabía esperar) solicitaba mi grado de satisfacción -del cero al cinco- sobre aspectos relacionados con mi salud, la edad que había logrado alcanzar, las metas conseguidas. Y añadía un apartado de extensión libre para que comentara todo aquello que pudiera mejorarse en el futuro. Tampoco faltaba la pregunta final sobre si recomendaba esa experiencia a mis amigos. Como digo, yo ya no estaba en situación de atender esas cuestiones, ni siquiera a cambio de los premios suculentos que prometía cierto sorteo. Pero aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no supe hallar la manera de darme de baja. Así que ahora, años más tarde, cuando de mí ya no queda ni el polvo, sigo estando al corriente de las últimas promociones.