Fue en un colegio de curas, en Sevilla. Un niño de nueve años, o diez, estaba confesando sus pecados por vez primera. El niño confesó que había robado caramelos, o que había mentido a la mamá, o que había copiado al vecino de pupitre, o quizá confesó que se había masturbado pensando en la prima. Entonces, desde la oscuridad del confesionario emergió la mano del cura, que blandía una cruz de bronce. El cura obligó al niño a besar a Jesús crucificado, y mientras le golpeaba la boca con la cruz, le decía:
-Tú lo mataste, tú lo mataste…
Julio Vélez era aquel niño andaluz arrodillado. Han pasado muchos años. Él nunca pudo arrancarse eso de la memoria.