Era fontanero y en sus horas libres -que eran muchas, dado que en la perdida localidad donde ejercía su profesión, los clientes eran escasos- se dedicaba a «inventar». Nadie le tomaba en serio. Llevaba quince años trabajando en una bomba atómica de bolsillo. Creía haberlo conseguido. Se lo contó al corresponsal del diario de la capital, pero le tomó por loco y no envió ninguna línea. Consternado, dolido y despechado, preparó una explosión nuclear para el día del cumpleaños de su mujer. Al apagar las velas de la tarta de un soplo, un ingenioso dispositivo provocaría la explosión. Así ocurrió. El hongo atómico se divisó a varios cientos de kilómetros y el pueblo prácticamente desapareció del mapa y de la tierra. Dada la lógica ignorancia de los hechos, se hicieron muchas especulaciones en el país y en la capital se practicaron algunas detenciones..