Una eterna tarde de verano. Subimos la callejuela de este pueblo blanco y calmo del sur cogidos de la mano. En la esquina, tres ancianas a la sombra, absortas en sus labores de costura, indiferentes a la indiferencia de los turistas. Unas sillas de anea, una pequeña radio, unos geranios, un bisbiseo, unas aspidistras. Ella sólo ve los vestidos negros, las infinitas arrugas de la piel. Querría decirle que forman un aparte con el tiempo, con el mundo, que la inmemorial habilidad de sus dedos es una manifestación de lo sagrado, que esos movimientos tienen algo de arácnido, de inconmovible y que no prevén el desconsuelo cuando urden los destinos. Querría decirle que mientras una hila, otra devana y la última corta la hebra de la vida de los hombres.