Poner en hora un reloj nos prepara para la muerte. Constituye un ensayo, un simulacro fiel de nuestro envejecimiento.
Porque, ¿quién no ha hecho girar alguna vez con rapidez sus bracitos desiguales sin experimentar de pronto el vértigo de las horas, un cansancio repentino en las rodillas, la tristeza irreparable de parecernos a nuestros padres primero, y después a nuestros abuelos? ¿Quién ha puesto alguna vez en hora su reloj sin sentir una súbita decrepitud, un rumor de entierros: la pavorosa visión de la muerte viniéndosenos encima sin delicadeza ni preámbulo, como el amor un verano, como el camión que se salta la mediana y nunca más?