Una noche lo vi. Amorfo, traslúcido, babeante, del tamaño de un perro. No tenía patas. Se arrastraba por las baldosas del cuarto de baño igual que una gigantesca lombriz o, mejor, como un espécimen colosal de ameba. Traté de ahuyentarlo con el palo de la fregona, pero éste se hundía en su carne fofa y transparente, sin que mis golpes parecieran hacerle el menor efecto. Madre me oyó gritar. Entró de repente con una garrafa amarilla en la mano y dijo: «Sólo los mata la lejía». Cuando lo roció con ella, el ser cambió de color y empezó a retorcerse violentamente. A duras penas logró elevar su cuerpo bamboleante hasta el borde de la taza del retrete e introducirse de nuevo por él. Madre tiró de la cadena. En ese momento, mientras recibía sus miradas de reproche, comprendí por qué siempre insistía tanto en que dejáramos la tapa del váter bajada.
Manuel Moyano
Teatro de ceniza. Ed. Menoscuarto. 2011
* A Fernando Iwasaki