Estuve cenando en casa de unos buenos amigos, demócratas de toda la vida, y a los postres se habló de la falta de flexibilidad de los sindicatos para adaptarse a los tiempos modernos. Al principio entendí que la mención a los tiempos modernos era un sutil juego de palabras, pero luego advertí que no había intención irónica: o no habían visto la película homónima de Charlot o no la recordaban. Lo curioso es que la concepción que tenían del tiempo, y de la modernidad, no era muy diferente de la que se criticaba en aquella historia muda.
Luego se habló también de las supuestas conexiones entre el CESID y la red de ex agentes suyos dedicada al espionaje industrial, lo que inevitablemente condujo al asunto de Al Kassar. Tuve la osadía de indignarme un poco por todo este intercambio de intereses entre las mafias y el Estado y me dijeron que era tonto: hay que aceptar que en defensa del interés general los aparatos del Estado tengan que moverse a veces en las sucias aguas de la delincuencia. Lo que les molestaba no era eso, sino la torpeza con que delinquían las personas dedicadas a la construcción del bien común.
Hablaban en un tono seguro y reposado, y aunque ninguno de ellos procedía de Harvard -ni siquiera sabían inglés-, habían adquirido en algún sitio una sabiduría que les indicaba cuándo debían indignarse y por qué. Comprendí que representaban alguna clase de vanguardia de la que yo, sin darme cuenta, la verdad, había ido autoexcluyéndome, porque hablaban todo el tiempo de la importancia de las formas. Deduje que el gusto por los contenidos era una pasión propia de las clases menos ilustradas. Además, es verdad, si te paras a pensarlo los contenidos, como la moral, sólo les interesa a quienes no tienen otra cosa. La moral es asunto de las clases medias y bajas: una ordinariez, en fin. O sea, que me sentí como un zoquete y me retiré al cuarto de baño para meterme dentro del cuerpo un Alka Seltzer, que no es lo mismo que un Al Kassar, pero por algo se empieza.