Me ingresaron en este corral de locos, donde paso horas enteras queriendo amarrarme los dedos como el nudo de una corbata.
Me agarro la cabeza y camino aquí y allí, sin saber qué hacer ni qué decir. A veces, de puro aburrimiento, contemplo el retrato de don Quijote que la psiquiatra, dulce como doña Dulcinea del Toboso, colgó en la pared del cuarto. Otras veces, atraído por el trino de los pájaros, salgo al patio y me siento a la sombra de un árbol, por donde pasa y repasa cada loco con su tema.
Los locos hablan y hablan como locos. Hablan de la misma cosa y están al pedo. Uno dice: soy Jesucristo, y nadie le cree. Otro dice: soy Buda, y tampoco nadie le cree. Yo les digo que soy don Quijote de la Mancha y se parten de la risa.
Entonces, herido en mis profundos sentimientos, los miró uno a uno y les pregunto:
—¿Por qué se ríen?
Ellos callan un instante. Luego contestan:
—Porque el loco no era don Quijote, sino el Manco de Lepanto alias Miguel de Cervantes.
Ante semejante ocurrencia, me retiro de la sombra del árbol y me meto en la sombra del cuarto, donde está el retrato del caballero de la triste figura, enfundado en herrumbrosa armadura y montado en un rocín de mirada loca.
Víctor Montoya