Tu caballo blanco te espera como siempre, todo nervio y brío, en el mismo sitio. Llegas a él, lo acaricias. Su piel lustrosa te devuelve calideces que tus palmas retoman para tejer sueños. Lo montas a pelo, y abrazada a su cuello te dejas llevar a galope tendido por los campos verdiazules que desaparecen de tu vista claveteados a la tierra por cuatro golpes secos repetidos hasta el infinito, ése que frente a ti no alcanzas.
“¡Facunda!” Un grito que te llama, que te atrapa a mitad de tu carrera. Regresas con un “¡Ya voy!”, que se ahoga en tu esperanza.
Miras tu corcel blanco que reposa en la palma de tu mano, terminas de sacudirlo, y con cuidado lo colocas en su sitio: sobre el juguetero que sólo sabe de porcelanas.