Aquella mañana, Miguel Hidalgo y Costilla saludó al sol con su habitual semblante. No había nada particularmente distinto en esa ocasión, que ameritara un rostro más afable. Era un 15 de septiembre como cualquiera y la plaza estaba concurrida. Los transeúntes lo miraban al pasar —siempre con respeto— y preguntándose la razón de su ceño permanentemente fruncido. Ignoro si hace ciento noventa y ocho años Don Miguel tendría motivos para lucir esa cara, pero hoy sí, porque las palomas —haciendo caso omiso de su naturaleza de prócer— han cagado en su pétrea cabeza.