Margarita ensombrece el semblante y empieza a llorar. No me fío, sin embargo, de las lagrimitas de mi adorable amiga, pues todo el mundo sabe que es una consumada maestra en el arte del fingimiento.
Le pregunto qué es lo que le ha puesto triste -sobre todo, teniendo en cuenta que amaneció un día espléndido, que luce un sol radiante y que cantan al mismo tiempo todos los pájaros en el jardín- y le echa la culpa a la mermelada de moras que acaban de servirnos en el desayuno.
Esa oscura mermelada le ha hecho pensar en Píramo y Tisbe, aquellos desgraciados amantes de quienes nos hablan Higinio y Ovidio.
-No sé qué amores fueron esos -le confieso.
Margarita me explica que Tisbe, la más amable de las doncellas de Babilonia, era la amada de Píramo, que vivía en la casa contigua y que esos dos chicos solían platicar a través de la hendidura de una pared.
-Una noche -sigue explicándome-, decidieron encontrarse debajo de un moral, pensando que ya estaba bien de inocentes platonismos.
-¿Y qué pasó luego?
-Tisbe acudió al lugar de la cita, pero huyó al ver acercarse a una leona. Perdió el velo en la huida y la leona lo manchó con la sangre de su última víctima. Cuando Píramo llegó al moral encontró el velo y pensó que alguna bestia feroz había devorado a su enamorada.
-¡Vaya por Dios! -suspiro, reprimiendo un bostezo e intercambiando con el camarero que nos está sirviendo una mirada de inteligencia.
-Píramo se suicidó con su propia espada y la sangre tiñó las moras, que antes eran blancas. Cuando llegó Tisbe y descubrió a su amante muerto, pidió al moral que sus frutos, una vez maduros, fuesen siempre negros, en señal de luto. Una vez que formuló ese deseo, se mató con la misma espada de Píramo. ¿No te parece triste?
-Muy triste, tienes razón -le digo-. Tan triste que prefiero que nos sirvan otra clase de mermelada. Por ejemplo, mermelada de naranja, que me parece más alegre que las moras. No podemos empezar nuestras vacaciones con el recuerdo de tanta fatalidad.