La primera luz del sol descorre las cortinas del sueño en la cara de José Santos, quien siente su calor después de una noche demasiado larga. Un bostezo, un estirarse buscando dimensiones desconocidas, un parpadeo, corto, insistente y, nuevamente los ojos cerrados negándose a ver, ¿para qué si todo lo conoce y lo siente, dentro de él mismo, llegar como un torrente después de sentir ese rayo de sol?
La voz de la mañana: los pájaros que en el naranjo cuentan sus sueños antes de partir; el gallo que en el corral reconoce sus dominios mientras la vaca muge ofreciendo sus repletas ubres; las campanas de la parroquia que llaman a misa esparciendo saludos blancos de palomas; las escobas de popote que rascan y rascan el patio y la calle levantando la tierra que ha de ser apaciguada con riegos juguetones…
El olor de la mañana: la tierra mojada, el viento henchido de naranjos y limoneros, el ocote recién encendido, las brasas en la cocina donde ya trajina Adela canturreando mientras pone el agua para el café. Sentir su olor oscuro y encender un cigarro son cosa hecha, así como dar el primer golpe con profundidad para sentir al tabaco llegar a lo más hondo del sentido y despertar plenamente a la voz del humo que va escribiendo sus secretos poco a poco en el aire, subiendo, adelgazándose y desapareciendo sin terminar nunca de decirlo todo y, por fin, dar el primer sorbo de café caliente, amargo, reconfortante, para echar a andar el cuerpo.
—¡Ah! Qué sabroso es amanecer con un cigarro y una taza de café caliente.
Una sacudida, un reacomodarse en el asiento de tercera, el rechinar monótono del tren, y los ojos de José Santos abiertos ya, mirando los paisajes agrestes que lo van acercando al Norte mientras su vacío de años se le va llenando de nostalgia.