Mario giró el volante y enfiló la calle Arenal a ciegas, súbitamente deslumbrado por el sol de cara. Iba a poner el quitasol cuando sintió un golpe en el parachoques y, acto seguido, una violenta sacudida que lo obligó a frenar en seco para no salirse de la calzada. Al bajar del coche vio un mastín muerto en el asfalto y, arrodillada junto a él, a una mujer deshecha en lágrimas.
—Lo siento. Lo siento mucho —dijo, acercándose a ella.
Llamaron a la policía, que a su vez llamó al depósito canino municipal para que se hiciera cargo del cadáver. La mujer seguía llorando. Mario, vencido por la culpa, trató de calmarla.
—¿Le apetece tomar algo? —propuso, ante el fracaso de las palabras.
—Bueno, pero mejor vamos a mi casa. Vivo aquí mismo —gimió ella, secándose los ojos con un pañuelo, y señaló un portal cercano.
Presionado por las circunstancias, Mario aceptó la invitación.
No paró de disculparse durante el corto trayecto, en el ascensor, mientras ella lo invitaba a sentarse en el sofá del salón, entre sorbo y sorbo del primer ron con hielo.
Tras la segunda copa se acabaron las lágrimas. Aliviado, Mario dio las gracias y dijo que tenía que irse, pero la mujer no le dejó: se desabrochó un botón de la blusa y, lanzándole una sonrisa en llamas, propuso otra ronda.
—La del estribo —dijo, con las pupilas brillantes. A Mario la culpa se le disolvió en deseo, y accedió. A mitad del tercer ron, empezó a sentirse indispuesto.