Tras décadas de rencor enquistado, malas pasadas y aborrecimiento mutuos, Landelino Ortega murió y, para asombro de sus seres queridos, Pepe Villa se presentó en el funeral con una corona de flores, sollozando como un viudo estragado.
Por la noche se bebió dos botellas de orujo en el bar Oasis. Antes de perder la lucidez, le dijo a Virgilio que no había querido ofender a nadie yendo a la iglesia. Pensara lo que pensara la gente, su dolor era sincero.
—Porque sin el odio —confesó con los párpados a media asta, en los instantes previos al desplome—, ya no tengo excusas para seguir viviendo.