Todos los días, mientras desayuno, pasa por delante de mi ventana el camión de la basura. Somos muy puntuales el camión y yo, cada uno a lo suyo. Yo lo contemplo con cierta melancolía, porque pienso en la historia de la basura y así, sin darme cuenta, doy un repaso también a mi existencia. No siempre se han depositado los desperdicios en bolsas de plástico. Cuando yo era pequeño, el cubo se forraba por dentro con papeles de periódico. Pero era un arte hacerlo de tal manera que al volcarlo salieran las inmundicias formando un solo cuerpo. Cada uno lo volcaba donde podía. Cerca de mi casa había un descampado donde yo iba a vaciar el nuestro y a espiar a una huérfana, una trapera, que iba a ver si se nos escapaba entre las porquerías algo de valor. En aquellos tiempos una monda de naranja podía ser un tesoro. Pero como yo estaba enamorado de la huérfana, a veces metía entre las cáscaras una naranja entera, la de mi postre. Mi postre era verla reír.
Luego, un día, llegaron a casa unos señores de uniforme que le hicieron firmar a mi padre unos papeles. En la comida me enteré de que en el futuro se haría cargo de la recogida de basuras un camión del Ayuntamiento. Recuerdo que mi padre elogió mucho aquel avance; según él, el progreso se notaba en cosas así. Nos explicó que en Suecia las autoridades recogían por la mañana las inmundicias domésticas para incinerarlas por la tarde. A mi me habían contado esa semana en el colegio que en Suecia la gente se suicidaba mucho, porque no era feliz a pesar del nivel de vida, así que decidí que también yo me daría un tiro si el precio el progreso consistía en no volver a ver nunca a mi huérfana.
Desde entonces siempre pensé que era el Ayuntamiento el que se hacía cargo de la recogida de las basuras. Y resulta que no: esta semana me he enterado de que lo hace una empresa privada llamada Fomento de Construcciones y Contratas que, para más señas, es de las hermanas Koplowitz. La verdad es que me he quedado perplejo: no podía imaginar que Alicia y Ester vivieran de la recogida de basuras, igual que la niña aquella de mi infancia. Pensé que los Albertos las habían dejado en mejor situación, o que les pasarían al menos una pensión digna. Y no se han conformado con reducirlas a esa condición: según leo en el periódico, han intentado quitarles también el humilde negocio de las basuras. O sea, que el Ayuntamiento sacó recientemente a subasta la cosa, y ellos presentaron una propuesta para hacerse con el negocio. Afortunadamente, por una vez ha triunfado la justicia y las hermanas Koplowitz se han hecho con el contrato. El trabajo es muy duro, pero eso les permitirá vivir dignamente, sin tener que pedir nada a nadie.
Para mí, en cierto modo, esto ha sido como regresar a la infancia. Ahora, por la mañana, mientras contemplo por la ventana el camión de la basura, me acuerdo de aquella niña huérfana y me hago la fantasía de que ha crecido, convirtiéndose en dos. Esto no es raro: hay mucha gente que se divide cuando crece. Lo raro es volver a vivir con esta intensidad la infancia. El cubo de la basura ha cobrado de nuevo un significado especial. No se me ocurre tirar en él cosas húmedas, qué asco. Y los cartones de leche desnatada los friego con Fairy antes de deshacerme de ellos, igual que los envases de yogur. En fin, procuro que mi basura esté muy limpia para que Alicia y Ester no le hagan ascos. Y de vez en cuando, si ando bien de dinero, meto dentro un regalo, no una naranja, que hoy día una naranja la tiene cualquiera, sino un libro de poemas encuadernado en piel, o un perfume. Detalles. En cuanto a los posos del café, me los como porque oscurecen mucho la basura.