El héroe de la comarca, durante un raro acceso de lucidez, comprende que está solo como sólo los buenos pueden estarlo. Cada cual tiene una misión en la vida: la suya es salvar al prójimo. Fatalidad, no por brillante, menos urgente. El héroe sabe que su deber es dar con los malvados donde quiera que estén. Sale a la calle dispuesto a todo. Mira a un lado y a otro. Avanza, retrocede. Pero no divisa a nadie en apuros. La calle resplandece de serenidad. Las avenidas respiran verdor mientras los pájaros urden sutiles tramas en el cielo. Esto es intolerable, exclama el héroe.
Furioso, justiciero, el héroe consigue colarse en la prisión de la comarca, burlar la vigilancia y liberar a una docena de malhechores que, sin salir de su asombro, se dispersan y se ocultan velozmente en los rincones más oscuros. El héroe no cabe en sí de la euforia. Regresa a casa. Se sienta a esperar. No pasa mucho tiempo hasta que unos desgarradores gritos de socorro llegan a sus oídos. Entonces se incorpora de un brinco e, indignado, el héroe aborda la calle.