A través de esa red global de comunicaciones que une todas las lavadoras del mundo por sus desagües, el auxiliar de justicia Ernesto Sánchez, que disfrutaba de baja maternal —repartida con su mujer a partes iguales—, entró en contacto con María do Calvairo, prostituta de un barrio de Sao Paulo. Se conocieron cuando Ernesto, una mañana, preparaba la colada de ropa de bebé blanca y María echaba a lavar en medio de la noche sus sábanas de seda falsa, rito éste que la apaciguaba una vez que el último cliente se marchaba.
Salvo alguna discusión con su mujer debido a que la ropa del bebé cada día tenía peor color —a fuerza de lavarla en programas cortos, para así tener la lavadora el menor tiempo posible ocupada—, el matrimonio de Ernesto no sufrió mayor descalabro, y ello a pesar de que su relación secreta con María do Calvairo fue muy apasionada: se avisaban con unos golpecitos de tam-tam en el tambor de lavado cuando ambos tenían vía libre, y las horas siguientes las pasaba Ernesto apostado en las fauces abiertas de la lavadora con la torpeza de un domador principiante, diciéndole a María ora melindres ora obscenidades… Pero un buen día al funcionario se le acabó la baja y aquel amor también hubo de acabarse. Desde entonces a Ernesto los lamentos húmedos del motor de la lavadora se le antojan ronroneos cálidos y no digamos ya si está centrifugando: entonces no puede evitar imaginarse a María do Calvairo llegando al orgasmo.